la barbitúrica de la semana

La Saeta Rubia, capitán

El anuncio del Aleti es el espejo de cientos de hijos

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Un hombre mayor aguarda, desconcertado, en medio de una calle solitaria. «Mi casa estaba aquí y ya no está», dice al conductor que ha bajado de su taxi para ayudarlo. El anciano tiene una mirada menguante. Ese momento en el que la lucidez se ... disuelve como un azucarillo en el fondo de un vaso. Esa mezcla entre niño y cervatillo con la que la vejez transforma a quienes amamos. Una vez en el coche, de camino a la dirección impresa en el DNI del anciano, el taxista intenta entablar conversación. Cuando le pregunta si ha visto el partido del domingo, los ojos de su pasajero se inyectan de vida. Qué tres goles, dice. Cuando cree, al fin, haber generado una mínima conexión, el hombre le habla de Di Stefano en tiempo presente. El taxista, que es colchonero, esconde el escudo del Aleti colgado en el retrovisor. «La Saeta Rubia», exclama, cómplice, para seguirle la corriente.

El anuncio navideño del club Atlético de Madrid se ha metido en el pellejo de cientos de personas. Puede que a todos no les importe el fútbol, pero ninguno escapa a ese momento de ternura e indefensión que experimentamos los hijos cuando un padre o una madre se desdibujan. Tranquiliza pensar que alguien como el taxista colchonero los protegerá cuando no estemos.

El capitalismo vende cosas –¡faltaba más!– y en Navidad por partida doble. Pero algunas, justamente por tocarnos donde somos más vulnerables, resuenan. Y este anuncio lo ha conseguido. Teniendo por presidente a uno de los productores de cine más importantes de España, es lógico que el Aleti acierte con la lógica sentimental de sus campañas. Esta vez, sin embargo, han arponeado el corazón de más de uno.

Hay fechas que se vacían de significado cuando nos abandona la lucidez. Podemos recordar la Navidad de hace cincuenta años, podemos confundir incluso la ciudad en la que vivimos con aquella en la que fuimos niños. Acaso porque nuestra mente quiere volver, acaso porque deseamos que el azucarillo disuelto nos deje un pozo dulce, ya sea con el Di Stefano del anciano extraviado en un descampado como la memoria de un episodio que se mantiene fresco porque nos hizo felices.

A mi padre lo llamo el Gran Capitán. Tiene 86 años y pesa setenta kilos de puro valor. De él he aprendido a no bajar jamás la guardia, a trabajar durísimo. Su optimismo es inagotable, como su tozudez. Por eso, cuando nos vemos, se empeña en caminar más de prisa, en ir a su aire. Paralizada frente a la pantalla de mi móvil, he visto el anuncio del Atlético como a quien le arrancan una tesela. Hoy cuando nos veamos, papá, no te hablaré del Aleti –el fútbol nunca ha sido tu fuerte–, pero sí podremos recitar juntos parlamentos de Clint Eastwood en 'Harry, el sucio' y puede, cómo no, que nos acordemos del día en que Paul del Río secuestró a La Saeta Rubia, en Caracas, en 1963. Feliz Navidad, papá. Feliz Navidad, mi Gran Capitán.

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