la huella sonora
El señorito que nos salvó del señorito
Conviene releer a Ussía para recordarnos que se puede ser español sin pedir perdón, elegante sin pedir permiso, castizo sin ser cateto y culto sin ser cursi
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Iniciar sesiónYo recuerdo aquellos veranos en Suances, cuando aún éramos felices y el mundo iba a ser un eterno viernes por la tarde. Mi amigo Gonzalo leía ABC cuando yo solo leía Mortadelo, pero recuerdo que en sus páginas aparecía Alfonso Ussía como un presagio. Yo ... lo conocía porque mi madre lo oía por la radio en la cocina, era la época en la que los niños todavía podían ponerse malos y las madres aún podían entrar en las cocinas. Mi primera imagen de él fue su plumilla. Eran los tiempos de Mingote y la grapa del periódico y aquel tono de voz, aquella media sonrisa y esos ojos achinados se me metieron en el estilo. Luego pude verlo en la tele, convirtiendo su voz y su tinta en la verdad en tres dimensiones. Y el resto ya lo saben.
Yo vengo de una tierra en la que el chascarrillo es una forma de amor y el insulto una forma de respeto. Por eso, cuando crecí, no supe comprender esa manía con la que ciertos progres hablaban de Alfonso Ussía. Es posible que nunca le leyeran con el estómago lleno o con el alma abierta. O quizá confundieron el acento con el pensamiento y tomaron a un señor con mayordomo por enemigo del pueblo en lugar de por un espejo en el que medir la calidad de tu vida y de tu prosa. Siempre que escribo en ABC lo hago con la responsabilidad del que sabe que está defendiendo el espacio que antes ocuparon Azorín, Marías, Camba, Ruano, Campmany o Gistau. Pero siempre se nos olvida Ussía, el mejor de todos ellos, el columnista total, la gracia, la inteligencia, la mala leche y el estilo. A él le debemos muchas cosas. Por ejemplo, que los humoristas no tengan miedo al soneto y que los poetas no le tengan miedo al estilo. Que el columnismo no se disuelva en la papilla del sentimentalismo. Que los marqueses pudieran reírse de sí mismos sin dejar de ser marqueses. Y que los horteras -esos nuevos ricos sin memoria ni remordimiento- tuvieran quien les recordase cada mañana que la elegancia ni se compra ni se vende.
En este país nuestro, donde los listos van de tontos y los tontos de listos, Ussía ha hecho de la inteligencia una trinchera. No ha usado jamás el insulto grueso, ni el sarcasmo de saldo ni la tangente como brújula. Y aún hoy sigue golpeando con ese guante blanco que deja marcas, también blancas. Quizá por eso duelen tanto. Porque aquellos que le temen o no le entienden o le entienden demasiado.
A él le he leído que no hay mayor conservador que un progre con patrimonio. Y ahí está el tío, desmontando cátedras y programas electorales con una sola frase. Ahí está el tío, un flâneur castizo, un barón rampante del callejón, un dandi con retranca de cuartel, un cántabro de Chamberí. Cuando todos se inclinaban ante el papanatismo que tocara, Alfonso seguía fiel a la ironía, que es la manera en la que los elegidos dicen la verdad sin tener que escupirla. Yo no le he saludado en mi vida, pero me temo que no es perfecto. A veces se le notan demasiado las costuras de la chaqueta del club de golf. Pero qué quieren: es un señor. Y los señores, en este tiempo de chándal ideológico, son más necesarios que nunca.
Ahora que se nos van los últimos que sabían escribir una columna con pluma y no con plantilla, conviene releer a Ussía. No para hacer de él un santo -bastante tiene con ser madrileño y monárquico-, sino para aprender a discutir con gracia, a disentir sin odiar, y a reírse de uno mismo antes de que lo hagan los demás. Por recordarnos que se puede ser español sin pedir perdón, elegante sin pedir permiso, castizo sin ser cateto y culto sin ser cursi. Pero, sobre todo, por enseñar a aquellos chavales que leíamos ABC que, a veces, el señorito es el único capaz de salvarnos del populismo de los zarrapastrosos. Es decir: salvarnos de nosotros mismos.
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