UNA RAYA EN EL AGUA

El hilo invisible

La Semana Santa es una geografía espiritual de España. Un mapa del núcleo moral que estructura su cohesión comunitaria

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Por muy numerosas y heterogéneas que sean las formas, religiosas o laicas, con que cada uno de nosotros vive la Semana Santa, el sustrato moral de la celebración dibuja un mapa de liturgias penitenciales, memoria cultural, expresiones estéticas o tradiciones etnográficas sobre cuyas trazas ... es posible seguir el curso histórico del país a través de las huellas de sus raíces cristianas. Cada ciudad, cada pueblo, cada comarca atesora un acervo de patrimonio artístico, costumbres sociales y piedad popular en torno al cual ha construido su propia arquitectura de orgullo local y de cohesión comunitaria. Ninguna fiesta, ni siquiera la Navidad, posee esa fuerza capaz de aglutinar los sentimientos colectivos alrededor de un mensaje de esperanza plasmado en la idealizada, doliente, conmovedora plástica de las imágenes sagradas. El relato de la Pasión es el esquema de una trama de experiencias compartidas, sacudidas emocionales, estructuras simbólicas y representaciones dramáticas que va mucho más allá del folklore o la ritualidad para adentrarse en la más angustiosa necesidad de la condición humana: la de hallar un sentido al dolor, un perdón para la culpa, un consuelo a la zozobra, una verdad frente a la duda, un atisbo de confianza en la trascendencia del alma.

Ese desafío a la finitud, ese itinerario de la conciencia se puede rastrear en una geografía transversal, simétrica, que va desde la coralidad del auto sacramental de Olesa al solitario caminar del Nazareno de Huelva, del Encuentro de Viveiro a los 'californios' y los `marrajos´ de Cartagena. Está detrás de la devoción por el Gran Poder o la Macarena, del escalofriante Miserere de Zamora, de la nostalgia de las cofradías marineras de Valencia, del tenebrismo de la Soledad en Toledo o del sufrimiento expiatorio de los `empalaos´ de la Vega. Habita en el culto generalizado a la Vera Cruz como enseña de la Redención suprema, en el espeluznante Enclavamiento de Ayerbe, en el quejío de las saetas antiguas de Marchena, en el mestizaje castellano-andaluz de las procesiones de Úbeda o Baeza, en los clarinazos con que las `turbas´ de Cuenca recuerdan la inconsciente impiedad de la multitud hebrea. Se refina en la estilización de los Cristos de Juan de Mesa, en las lágrimas de las vírgenes de Triana, en la suave elegancia de Nuestra Señora de las Angustias bajo los cipreses de la Alhambra, en el desgarro agonístico del Cachorro, en el estremecedor expresionismo de la imaginería vallisoletana, en la majestuosa enormidad de los tronos de Málaga. Se trasluce en la evocadora riqueza semántica de las advocaciones marianas. Se rebela contra el desaliento de la muerte en el Santo Entierro de Ateca y estalla en el ruidoso conjuro de las carracas de Alcalá de Gurrea o de los tambores de Baena y de Calanda. Y se despliega, en fin, como un hilo invisible que cose el paisaje espiritual de España.

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