LA TERCERA
Joseph Conrad y doña Juanita
La única patria de Conrad, el único lugar donde se desarrollan sus novelas y relatos, es ese momento de la vida en que un personaje cualquiera se encuentra a solas con su conciencia
Solo se vive una vez
El terrorismo y la difusión del miedo
Cuando sufría una crisis nerviosa, cosa que ocurría a menudo, Joseph Conrad creía que el único remedio para su depresión era cambiarse de casa. El último día de su vida, Conrad fue en coche con su amigo Richard Curle a buscar una nueva casa ... para alquilar en la comarca de Kent, donde le gustaba vivir. Durante el trayecto, Conrad se quejó de dolores en el pecho y de dificultades para respirar. A la mañana siguiente, Conrad sufrió un infarto. «Aquí», gritó, antes de caer fulminado al suelo. Tenía 66 años. Fue el 3 de agosto de 1924, hoy hace cien años.
«Vivimos igual que soñamos, solos», escribió Conrad, y sin duda sabía de lo que hablaba. Durante toda su vida fue un extraño que no encajaba en ninguno de los lugares donde residió. Fue un aristócrata polaco (pero nacido en Ucrania) cuando Polonia pertenecía al Imperio Ruso y al Imperio Austrohúngaro. Luego fue marino mercante –empezó como grumete en Marsella– y terminó su poco notoria carrera naval como capitán de barco de un clíper de la Marina británica. Y por último, a los 39 años, cuando dejó la Marina y empezó a escribir en inglés (su tercer idioma), la crítica solía considerarlo un novelista de asuntos exóticos y de temática naval, cosa que le desagradaba mucho. Pero lo cierto es que Conrad nunca tuvo una geografía literaria propia. Su mundo era tan vasto como sus travesías marítimas: Borneo y las Indias Orientales Holandesas, el centro inexplorado de África, el Londres más turbio de los conspiradores anarquistas y de los agentes secretos, el quimérico país de Costaguana (un trasunto de Colombia) o cualquier punto de alta mar donde un marino se enfrenta a su destino en medio de un tifón o una calma chicha o la locura de un miembro de la tripulación o un incendio en la bodega.
En realidad, la única patria de Conrad, el único lugar donde se desarrollan sus novelas y relatos, es ese momento de la vida en que un personaje cualquiera se encuentra a solas con su conciencia, sin un suelo firme bajo los pies y sin sentir «el terror sagrado al escándalo y a la hora y al asilo de lunáticos», tal como decía Marlow en 'El corazón de las tinieblas' cuando intentaba explicar a sus oyentes –siempre hay un grupo de oyentes en las ficciones de Conrad– la conducta inexplicable del misterioso Kurtz en el corazón de África. Conrad sabía que nuestra conducta está determinada por el miedo cerval que sentimos ante la presencia del carnicero y del policía –es decir, el qué dirán y la amenaza de la ley–, pero que la verdadera naturaleza del ser humano es la que se revela cuando no hay carniceros ni policías que puedan juzgar lo que estamos haciendo. Es curioso que exista un adjetivo que defina los mundos literarios de Kafka y de Orwell y de Faulkner –y de tantos otros escritores–, pero todavía no se ha introducido del todo el adjetivo 'conradiano' para definir una experiencia vital que podamos asociar inmediatamente al mundo literario de Conrad. Y sin embargo, ese mundo es tan vasto y tan primordial que ocupa el planeta entero. Porque la esencia de lo 'conradiano' –el corazón de 'Conradiana', si lo decimos buscando un topónimo literario– se halla en cualquier lugar del mundo donde un ser humano se enfrente a solas, sin testigos, sin amenazas, sin ataduras, a la soledad y el silencio absolutos. Y en este sentido, no hay un escritor más necesario que Joseph Conrad, sobre todo ahora que hemos aprendido a vivir en un mundo repleto de carniceros y policías que meten las narices en nuestra vida, pero en el cual se ha evaporado por completo la noción de conciencia individual: eso que Conrad llamaba 'el alma' de un ser humano.
Y el alma de Conrad era tan enigmática como los lugares remotos que visitó a lo largo de sus innumerables travesías. Su amigo Curle –quien acompañó a Conrad en el último viaje en coche– escribió que estaba convencido de que «nadie llegó a conocer realmente bien a Joseph Conrad». Esta frase encierra la clave, o más bien el secreto indescifrable de Joseph Conrad, un secreto que ninguna biografía ha logrado desvelar. Sabemos muchas cosas de Conrad, pero ninguna que nos explique quién fue realmente ese hombre que creó a Kurtz y a Lord Jim y al capitán Whalley y a Axel Heyst y a Almayer y a Flora de Barral. Sabemos que Conrad valoraba el honor, la lealtad y la justicia, y no necesariamente por este orden. Sabemos que le gustaban los coches (tenía un Ford que conducía su hijo). Sabemos que odiaba a Rusia («un país que se ha podrido antes incluso de haber empezado a madurar»), y por eso odiaba a Dostoievski. Sabemos que tenía fama de misógino, aunque tuvo muy buenas amigas y el papel de las mujeres en sus novelas fue creciendo a medida que pasaban los años. Asombrosamente, no sabía nadar. Era muy generoso a pesar de que siempre vivió apurado por la falta de dinero. Sufría constantes ataques de gota. A menudo tenía depresiones y ataques prolongados de neurastenia y de malhumor que lo convertían en una persona intratable. Y por último, tenía un extraordinario –y muy amargo– sentido del humor.
Pero eso es todo. Y en la vida de Conrad hay otro enigma que no hemos podido resolver: ¿era homosexual, o al menos bisexual, como se ha llegado a insinuar dada su escasísima relación sentimental con las mujeres? Hay un cuento suyo de la última época, 'Il Conde', que narra una historia inequívocamente homosexual. Pero sabemos muy poco de la vida sentimental de Conrad, quien no tuvo amoríos femeninos aparte de su esposa Jessie George, con la que se casó a los 39 años y a la que alguien describió como una mujer sin ningún atractivo. Y conviene recordar que Conrad, en la noche de bodas, se empeñó en ir a echar unas cartas urgentes al correo a las dos de la madrugada (las cartas urgentes eran simples respuestas protocolarias a las felicitaciones de boda).
Ahora bien, Conrad tuvo una aventura sentimental con una mujer al final de su vida, cuando él tenía 58 años y ella 28. Esa mujer se llamaba Jane Anderson y murió en una residencia de ancianos de Madrid, en 1972, después de haber pasado una buena parte de su vida en Cáceres. Jane Anderson era una periodista norteamericana, divorciada y con fama de 'femme fatale', que fue amante de muchos hombres (entre ellos el propio hijo de Conrad, Borys). En 1934 se casó con un aristócrata español en la catedral de Sevilla y más tarde fue condecorada por Franco con la medalla a los sufrimientos por la patria. Durante la II Guerra Mundial, en Berlín, colaboró con los nazis en emisiones radiofónicas de propaganda que estuvieron a punto de costarle una condena por alta traición, pero al final se libró y se estableció en España. Esa fue la mujer con la que Conrad quizá tuvo –hay que repetir el adverbio 'quizá'– una aventura romántica en 1916. No sabemos hasta qué punto esa aventura se consumó o no, porque lo único que sabemos es que esa mujer, a la que llamaban doña Juanita cuando vivía en Cáceres en los años 60, nunca dijo nada a nadie y se llevó el secreto a la tumba. Qué historia más conradiana es la historia de Jane Anderson, doña Juanita, periodista y bella y seductora y traidora y tal vez amante de Conrad –la única conocida–, y que acabó recluida en un asilo de ancianos en un país en el que nadie sabía quién era. «Vivimos igual que soñamos: solos».