ANTIUTOPÍAS

Los museos y la universalidad

No hay nada más universal que esos lugares donde se pueden recorrer los distintos continentes

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Como el arte robado por los nazis, que mutó en un botín perverso, las piezas recolectadas mediante el pillaje colonial también se han convertido en una patata caliente que quema las manos de quien las posee. El clima moral del mundo demanda que se reparen ... estos casos, y no es irracional que allí donde hubo expolio prime la acción justiciera y se compense o repare a las comunidades afectadas. Hasta ahí, todos de acuerdo. Pero lo que estamos viendo ahora no es sólo eso. Detrás de la fiebre descolonizadora que atraviesa a Occidente, lo que asoma es un sospechoso anhelo de que cada cosa regrese a su lugar de origen y de que el mundo se desencoja y vuelva a ser ancho y ajeno. Más que un acto de reparación legítima, lo que palpita es un desprecio por la idea que aún inspira a los grandes museos del mundo: la universalidad.

Esa es la silenciosa lucha que promueve la descolonización, la crítica al universalismo moderno como una forma de dominación occidental. Y no hay nada más universal que esos lugares donde se pueden recorrer los distintos continentes y las distintas épocas de la humanidad, y donde cuesta mucho menos reconocernos como miembros de una misma especie, diversa y maleable, por supuesto, pero al fin y al cabo dotada de un conjunto de capacidades cognitivas que nos llevan a imaginar, pensar y crear de forma similar. En el museo confirmamos que nada de lo humano es intraducible. Allí, todos los seres humanos, de todos los rincones del mundo, nos hablan con una voz que comprendemos.

Fue en estos lugares privilegiados donde Picasso descubrió el genio de los artistas africanos, y donde un joven uruguayo, Joaquín Torres García, advirtió que el indígena prehispánico tenía una mente universal y abstracta capaz de sintetizar cualquier imagen animal o vegetal en sus componentes geométricos. Reconocer la humanidad común de la especie, su igualdad cognitiva y el fuego compartido que carbura su imaginación simbólica, fue uno de los grandes logros morales de la modernidad. Supuso rebajar la importancia de lo externo –el color de piel, la cultura, el lugar de origen– para dárselo a eso que no se ve, o que en realidad sólo se advierte en las obras que expresan pulsiones creativas y la necesidad común de aprehender la realidad mediante formas y colores.

Esto parece entenderlo Pedro Edmunds Paoa, el alcalde de la comuna de Isla de Pascua y de ascendencia rapanui, que en medio del revuelo descolonizador no ha demostrado urgencia en que el Museo Británico devuelva las dos moáis, esas enormes cabezas talladas en piedra, que alberga en sus colecciones. La razón es muy sencilla. En una de las capitales del mundo, con su misteriosa presencia, las esculturas han sido sus más efectivos embajadores. Dentro del gran museo cosmopolita, no sólo los moáis ganan universalidad y escapan a la instrumentalización política. Ocurre con todas las obras. Y lo que hay que pensar es si esto, más que el ánimo justiciero, es lo que está animando la cruzada descolonizadora.

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