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¡Viva la reforma laboral!

TRATEMOS de recordar cuál fue el origen de la crisis económica (en realidad, crisis de una idolatría) que nos ahoga. Los sacerdotes de la idolatría nos dijeron que el dinero se podía ordeñar como si de una vaca se tratase; y nosotros, engolosinados por una ... quimera que alimentaba nuestra avaricia, los creímos. Sobre esta quimera se montó el tinglado financiero: nos dijeron que el dinero había dejado de ser un instrumento que representaba la riqueza real de las naciones, para convertirse en una misteriosa niebla de naturaleza errabunda, nominal, inmaterial, que podía aumentar exponencialmente, según se comprasen o vendiesen títulos, asegurándonos un futuro de crecimiento perpetuo. Así fue inflándose el tinglado financiero, como un pastel en el que la porción de harina es sustituida por levadura: los bancos arriesgaron sus provisiones en el tinglado, los Estados hicieron lo propio con las reservas del erario público, la masa cretinizada se endeudó hasta las cejas, confiando en la vaca que no interrumpía su suministro de leche. Y, a medida que este tinglado ilusorio se hinchaba, la economía real (producción, distribución y consumo de bienes) se fue convirtiendo en una suerte de sucursal pobretona del tinglado que, sin embargo, lo sostenía en pie, como la púa de hierro sostiene en pie la peonza que gira y gira sin parar. La economía real era el único sostén del tinglado financiero; y los sacerdotes de la idolatría pensaron que, mientras ese sostén no faltase, podrían seguir inflando su tinglado, transfiriendo sin descanso ingresos procedentes de la economía real a la economía financiera, mediante la fórmula mágica del «endeudamiento». El embeleco duró unos cuantos años, mientras la peonza se hacía más y más pesada y la púa que la sostenía más y más endeble; y cada vez que el tinglado financiero necesitaba hacer visible su riqueza ficticia (esto es, pegar un «pelotazo»), cada vez que los sacerdotes de la idolatría necesitaban demostrar ante los ojos de la masa cretinizada que el dinero se podía ordeñar como una vaca, saqueaban las reservas de la economía real, cada vez más exhaustas (y, para que el embeleco fuese más verosímil, nos repartían las migajillas sobrantes de sus pelotazos). Así hasta que la debilitada púa de hierro perdió el equilibrio, empezó a describir círculos borrachos y, finalmente, se pegó el gran trompazo, con el consiguiente llanto y crujir de dientes.

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