El ángulo oscuro

Consenso constitucional

Lo que hace 42 años se promulgó era una carga de dinamita, un texto ambiguo que abría las puertas al voluntarismo político

Digan lo que quieran los abuelos cebolletas que se entregan al ternurismo de las efemérides, España es hoy un vivero de odios, una triste «disociedad» que sólo puede aspirar a una hórrida «coexistencia». Y de ello es responsable principalísima la Constitución de 1978, que destruyó ... el consenso social, a cambio de instaurar un malhadado «consenso político». Consenso social -nos explica el maestro Dalmacio Negro- es el acuerdo, conformidad o coincidencia espontánea, no artificial sino natural, consolidado por los siglos, entre los miembros de una comunidad. Se articula en torno a unos principios compartidos que hacen posible la convivencia; y, allá donde hay este consenso social, lo propio del orden político es la discusión sobre la metodología más adecuada para fortalecerlo. El «consenso político», por contra, no tiene otra razón de ser sino desintegrar el consenso social; pues de esa desintegración obtiene su pujanza, como el moho obtiene su pujanza del alimento putrefacto. Y para favorecer esa desintegración del consenso social, el «consenso político» fomenta la demogresca, ampara los intereses más sectarios y acoge en su seno las ideas más disolventes de la comunidad. Luego, recolectando todas esas ideas disolventes que han reducido a añicos el consenso social, el consenso político fabrica una amalgama hórrida, como el doctor Frankenstein recolectaba miembros de los más diversos cadáveres para fabricar su monstruo. Por supuesto, el consenso político acepta en esta amalgama todo tipo de formaciones que no sólo buscan intereses sectarios, sino que además anhelan sin rebozo la destrucción de la comunidad política. Y tales formaciones tendrán derecho a influir y participar en la dirección y administración del Estado.

Y todo esto ocurre porque la Constitución de 1978, que instauró un «consenso político» disolvente del consenso social, se sustenta, en letra y en espíritu, sobre el relativismo y el nihilismo más despepitados, resumidos en aquella frase descarnada y cínica -ya citada por nosotros en otras ocasiones- que Gregorio Peces-Barba soltó desde la tribuna parlamentaria, cuando se discutía si en la redacción del artículo 15 debía decirse «todos» o «todas las personas». Lo que hace cuarenta y dos años se promulgó era una carga de dinamita con temporizador, un texto calculadamente ambiguo que abría todas las puertas al voluntarismo político, a la vez que instauraba una disociedad de gentes que se juntan sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse.

En su Viaje por España, Gautier nos cuenta que, a su llegada a Irún, descubre un hermoso palacio convertido en ayuntamiento en cuya fachada alguien ha pegado un horrendo letrero de yeso que reza «Plaza de la Constitución». «No podía elegirse mejor símbolo -escribe- para representar el estado actual del país. Una Constitución en España es como un pegote de yeso sobre piedra granítica». Y el yeso ha terminado por ahogar la piedra granítica.

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