Cambio de guardia
Otra era
Nuestro mundo se fue al carajo en un par de decenios. Después, vino una peste medieval. Ahora, una guerra, calco de aquellos Sudetes de 1938
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Iniciar sesiónAl evocar el año 1789, alza acta Chateaubriand del fin de lo que fue su vida: una de ellas, la que él había pensado la única posible. Pero es que en una vida que merezca ser llamada de hombre han de ser hilvanadas muchas vidas. ... Incompatibles, las más de ellas; distintas, todas. «He visto acabar y comenzar un mundo»: Chateaubriand deja caer su reflexión en el libro póstumo -contractualmente póstumo- que arrastró como una losa a lo largo de sus tres últimos decenios. El pasaje está escrito a los sesenta y cinco. Pero habla de una juventud en la cual, antes de haber llegado a lanzarse al torrente del mundo, el mundo que soñara se ha extinguido y él tiene sólo veinte años. Y otro emerge: el mundo que no conocerá ya, en un siglo y medio, un solo instante de reposo.
A mí me ha venido dando tumbos en la memoria ese pasaje de las ‘Memorias de ultratumba’ a lo largo de los extraños meses de estos dos últimos años. Mi generación -más que ninguna en los dos últimos siglos- vivió el ensueño de un ascenso continuo. Y es cierto que nacimos en tiempos, para dar cuenta de los cuales decir ‘escasez’ es no decir nada. Y que odiamos -algunos, al menos- ese origen. Pero no conocimos nunca retroceso: ni en lo moral ni en lo económico.
A lo largo del prodigioso medio siglo que eximió a Europa de guerra directa, los esplendores se fueron sucediendo. Y tan nuestros eran, tan eran nosotros, que ni siquiera teníamos la distancia imprescindible para verlos. Era el curso de las cosas: natural, nos decíamos. Como si ‘natural’ pudiera significar algo. La sucesión de esa escalada, que va desde la grisura de los cuarenta y los cincuenta a la raya ascendente de los sesenta y a la irrupción tumultuosa de una generación libre de deudas materiales y morales en el final de los sesenta, y de ella al gozoso despilfarro de los setenta y los ochenta, marca uno de los más largos plazos de holgura que la modernidad haya conocido. Yo tuve el lujo -que justifica una vida- de haber asistido a la escena de su consumación en el derribo del Muro: Berlín, otoño del 89.
Pero nada es gratis. Lo sabíamos, aunque fingiéramos que no iba con nosotros: toda fiesta acaba. En demasiado metafórica ironía, el fin de la nuestra coincidió con un cambio de siglo que lo era de milenio: Nueva York, Torres Gemelas. Y, con ellas, el gran desmoronamiento: las guerras de religión pudrieron todo; la libertad de los 70 y los 80 fue ‘cancelada’ (en español se dice ‘censurada’) en cada una de sus variedades. Y todo retornó al gris: en belleza como en inteligencia, en literatura -ese arcaísmo- como en cine -ese cadáver-, como en música -esa añoranza-. Nuestro mundo se fue al carajo en un par de decenios.
Después, vino una peste medieval. Ahora, una guerra, calco de aquellos Sudetes de 1938. Sí, hemos visto acabar un mundo. Y nacer otro. Que no nos gusta.
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