Educación sexual

En aquella tribu, entonces, la única educación sexual la recibíamos, muda pero suficientemente gráfica, de los animales. No había chaval o chavala que no supiera cómo un toro cubría a una vaca, cómo un pollo pisaba a una gallina o cómo rebuznaba -y cómo se ... armaba- un borrico cuando venteaba una burra en celo. Las niñas jugaban a ser madre con las muñecas y los niños, a ser el muchacho de la película. Y entre col y col, de pronto el solano dejaba al aire unas piernas de muchacha, o un descuido abría las rodillas de la vecina mientras cosía sentada en el poyete, o, en el río, por los visillos de las adelfas sorprendíamos a una forastera que se cambiaba para ponerse el bañador, y ahí se escribía el título de la primera lección. Por lo demás, la sexualidad vino como viene el hambre, y nos fuimos a los cuartos solitarios a mordisquear con más urgencia que recreo el primer placer, esa inquietud a la que le pusimos solución antes que nombre, como quien por instinto se lleva la mano al sitio del dolor.

Así crecimos, cojeando de entrepiernas, con los ojos siempre en guardia por los territorios de las faldas y los escotes, haciéndonos el tonto en las bullas y procurando roces «involuntarios», pero ninguno de aquéllos salió verraco inverecundo, si acaso, sátiro que aprovechaba cualquier ocasión. Ahora, en el mismo pequeño universo, con toda la información -buena y mala- sobre el sexo, se suceden casos de violación o malos tratos. El Gobierno quiere implantar la educación sexual en los colegios a partir de los once años de los alumnos. Ojalá sea un éxito, pero mucho me temo que cuando estén dando la lección del beso, los chavales -por lo que ven en la tele, las revistas a su alcance o internet- vayan ya por el sadomasoquismo o el intercambio de parejas. Será, más o menos, como dar clases de sirimiri en un país donde diluvia casi todos los días. Que haya suerte.

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