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Dos despojos

«DE pronto una puerta se abre: entra silenciosamente el vicio apoyándose en el crimen; es Talleyrand que avanza del brazo de Fouché; la visión infernal pasa lentamente ante mí... y desaparece». Digo yo que no seré el único al cual la foto de esos ... dos peripuestos cazadores que se pavoneaban sonrientes entre sus tan bien ganadas cornamentas, le encendió el literario destello del déja vu. La arrogancia y el cinismo son hermanos. Desde que el vicio es vicio, desde que el crimen es crimen, en la asesina línea y media con la cual Chateaubriand fulmina en sus Memorias de ultratumba a sus dos más odiados contemporáneos. Uno, Talleyrand, obispo apóstata en la Revolución, piadoso corrupto con los restauradores («¡Hay que hacer una fortuna inmensa, una fortuna inmensa!», gritará entonces a un joven Benjamin Constant estupefacto), cortesano del Napoleón que lo hace ministro, para fulminarlo al cabo cuartelariamente: «¡No es usted más que una mierda en una media de seda!» Fouché, el otro, ha sido padre de la todopoderosa policía política que la Revolución pusiera en pie como su más degenerada criatura; ha asesinado a amigos y enemigos; el más intransigente de los terroristas, el más sanguinario de los contrarrevolucionarios; no hubo indignidad que lo retuviese; ni remordimiento. Dos arquetipos del mal. Dos gigantes.

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