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Enfoque

Un dique contra la corrupción

Suscribirse a un periódico tiene algo de hermosa conjura, de compromiso con una cruzada en defensa de lo que verdaderamente importa: salvaguardar la independencia para informar sin impúdicos peajes, alérgico a las servidumbres que convierten la democracia de plumas libres en un desafío que no admite treguas ni armisticios

Agustín Pery

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Hans-Dietrich Gensher fue generoso con el oficio. Quien fuera ministro de Exteriores de la RFA nos definió como artilleros de la libertad. Lo que debió verbalizarse como un halago escondía en realidad un deber, una misión ineludible. Apelaba a aquello a lo que nos debemos: informar sin cortapisas, deudas ni hipotecas. Libres para fortalecer la democracia, libres en tiempos de fragilidad como los que vivimos. Ironías del lenguaje, un muro de pago no es un cercado sino una empalizada de suscriptores contra aquellos poderosos, siempre demasiados, que se conjuran para socavar las defensas de un quehacer cada vez más arrinconado.

Somos molestos, ay de quien no lo sea, con el poder. Debemos serlo siempre, con la munición de tinta y los carros de combate digitales bien pertrechados para la batalla diaria de contar aquello que alguien quiere ocultar

Ser azote de corruptos es siempre gratificante. Te reconcilia con aquello que te repetían en salmodia en la facultad: «El periodismo es un servicio a la sociedad». Muy cierto. Es un reto inexcusable para cualquier medio que no tenga miedo a las llamadas coléricas sino que tema mucho más que no se produzcan. El poderoso, aún más el que cree serlo, gusta de descolgar el teléfono para comunicar primero su sorpresa ante una noticia incómoda, luego su indignación y finalmente su complicidad en un arreglo que «satisfaga a ambas partes». Pero con la corrupción no hay componenda que valga y sí un remedio que prescribe la mayor dosis posible de información veraz contrastada y alergia al manido burofax, del Ibex o de La Moncloa. Caiga quien caiga.

Eso, ser algo así como la lejía que limpia la ciénaga es una tarea irrenunciable y un servicio al que te lee y también a quien no lo hará nunca. Incluso tiene, si me permiten la pedantería, una labor educativa. Lograr que quienes ven en el titular un ajuste de cuentas ideológico se caigan del caballo, como Saulos de la política.

Investigar es costoso, mucho. El periodista sale a faenar en busca de tesis presidenciales fraudulentas o ERTE inflados en una Comunidad de poltronas y séquitos que derrochan en burdeles dineros ajenos. Requiere paciencia, medios, pulcritud, tesón, dedicación e intuición. No hay otra fórmula, chapotear en el lodo puede hacer que uno se manche pero su deseo no es salir con los zapatos lustrosos sino con la conciencia tranquila de que todos los esfuerzos físicos y materiales han merecido la pena. Al fin, se ha rendido un servicio a la sociedad. No hay entretenimiento sino aviso: el de un periodista, de una redacción, que alerta sobre aquello que se empecinan en que no descubramos: la verdad incómoda oculta bajo toneladas de mentiras oficiales.

Investigar casos de corrupción obliga a lanzar la honda contra verdaderos Goliath sin que la pedrada informativa tenga el premio instantáneo de cobrarse la pieza perseguida: el contumaz corrupto. Hay que insistir y gastarse lo que haga falta, viajar, pedir papeles, consultar registros, montar guardias, seguir pistas, desechar otras, fundir baterías de teléfonos... Lo saben los editores que acompañan y respaldan el trabajo de sus redactores pero también el sátrapa. Ahora, cuando la crisis económica se ha enquistado en todos los estratos de nuestra sociedad, el mangarrufa sabe que tiene algo de lo que carece el investigador: poder, tiempo y dinero. Y ahí los tenemos siempre. Lanzando proyectiles desde sus trabuquetes contra ese muro que queremos erigir, no para acordonar la libertad sino precisamente para protegerla.

Necesitamos pues la publicidad pero mucho más la complicidad del lector, de quien se embarca en la aventura de capear el temporal asido al timón de un medio que es libre y que se empecina en seguir siéndolo.

Genscher nos exigió cumplir con el deber del buen soldado. Salir de la trinchera y tomar las posiciones del enemigo en nombre de la libertad. No veo oficio mejor que este para hacerlo. Ser contrapeso pero también garante. Anteponer el qué mucho antes que el porqué. Publicar algo cierto con la certeza de que el periodismo solo es si puede contarse, y quienes lo ejercemos nos negamos a ser archiveros de bagatelas. La libertad de prensa, su independencia económica, es imprescindible para que la democracia no sea el menos malo de los sistemas políticos sino el único por el que merezca la pena disparar cañonazos de tinta o lanzar las redes digitales.

Además, les confieso una cosa, suscribirse a la información de un periódico tiene algo de hermosa conjura, de juramento de fidelidad, de compromiso con una cruzada en defensa de lo que verdaderamente importa: la independencia de un medio para informar sin impúdicos peajes, alérgico a las servidumbres de paso que convierten la democracia de plumas libres en un desafío que no admite ni treguas ni armisticios sino que requiere de un muro sólido, anclado en unos principios inamovibles y con sus periodistas dispuestos a defenderlo desde sus aspilleras de todos aquellos corruptos por acción y por omisión que traten de derribarlo.

Nada más escandaloso que el silencio. Que podamos seguir alzando la voz. Y a esperar la llamadita. Que vengan. Les estaremos esperando. Ustedes y nosotros.

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