El antídoto cultural para que los niños palestinos no se conviertan en mártires

El campo de refugiados Dheisheh, en Belén, utiliza el teatro, la música y el deporte para la desradicalización

En apenas un kilómetro y medio de terreno viven más de 13.000 personas de las que el 60% son niños

Varios niños miran un mural dedicado a Mahmoud Hammash, miembro de Fatah, considerada terrorista por Israel, que estuvo 14 años en prisión .Judith E. Castañeda

Sandra Martínez

Belén

Un grupo de niños de siete u ocho años espera en la entrada del centro cultural del campo de refugiados de Dheisheh a su entrenador de baloncesto. Algunos más mayores tocan el violín en una sala contigua siguiendo las instrucciones de su tutor, mientras que ... otros tantos se preparan para las clases de teatro o dabke, la tradicional danza palestina.

«Es nuestra forma de conseguir que estén alejados del conflicto, de la violencia y de la glorificación que aquí se hace de los mártires», explica el director del centro cultural del campo, Wisam Hasanat.

Soldados del Ejército israelí entran una media de una vez por semana a Dheisheh para detener a jóvenes palestinos o someter a estos y sus familiares a interrogatorios que se prolongan durante horas y que, en su mayoría, se producen de madrugada. Hay semanas en las que estas incursiones se repiten hasta en tres o cuatro ocasiones. «Crecen con las imágenes de las detenciones y las celebraciones de las muertes de los mártires en su cabeza. Ven cómo chicos de apenas 13 o 14 años lanzan, sin miedo, piedras cuando los soldados irrumpen en el campo, porque estos vieron, a su vez, lo mismo cuando eran pequeños», añade el psicólogo infantil Ayed Khleel.

La infancia en Dheisheh

La entrada al campo de refugiados Dheisheh, el más grande de Belén, conserva las barras de un antiguo 'checkpoint' que su población tenía que atravesar cada vez que salía del territorio. En su interior, las llaves de los hogares que dejaron atrás y antiguas maletas cuelgan de las barras metálicas giratorias que limitaban el paso. Hasta tres generaciones de palestinos han crecido en los diecinueve campos de refugiados que se extienden en Cisjordania desde que, en 1948, numerosas familias fueron expulsadas de sus pueblos durante la denominada Nakba o catástrofe palestina.

La construcción de una casa encima de otra por la falta de espacio y los depósitos de agua en los tejados dibujan el 'skyline' del territorio. En apenas un kilómetro y medio de terreno viven más de 13.000 personas, de las que el 60% son niños, lo que marca una gran desigualdad entre quienes se crían en los campos y los que lo hacen fuera de ellos. «Son extensiones del terreno muy masificadas. Los padres y todos sus hijos viven en una sola habitación donde duermen, comen o cocinan», afirma Wisam Hasanat. «Cerca de 12 o 15 personas conviven en apenas 30 metros cuadrados», añade.

Esta limitación de espacio hace que los niños comparen, por ejemplo, sus casas o juguetes con los de sus amigos de la ciudad, según explica el psicólogo Ayed Khleel. «El hecho de vivir cerca del muro, como sucede en el Ayda Camp, o las continuas entradas del ejército en ellos provoca que los niños vivan en medio de una violencia y con mucha menos libertad. Esto, al mismo tiempo, hace que sientan la necesidad de enfrentarse a los soldados desde que son pequeños», añade Hasanat.

Los gritos y las risas de los niños que juegan entre los muros de Dheisheh protagonizan la vida en el laberinto de calles estrechas que conforman el campo. A lo lejos, una ráfaga de disparos suena sin que ellos casi ni se inmuten.

La cultura o la difusión de ideas políticas en su interior es diferente respecto al exterior, algo que también se ve reflejado en las reacciones de los más pequeños. «Tienen una concepción más negativa de la vida por las desigualdades que observan y por la gran dificultad para salir de los campos. Solo el 5% de ellos puede ahorrar lo suficiente para adquirir una vivienda. Hay que tener en cuenta que muchos de sus habitantes participaron en la primera y segunda intifada, lo que dificulta su desplazamiento fuera de Belén para encontrar trabajo por los 'checkpoint' israelíes que los palestinos tienen que atravesar para moverse por Cisjordania», indica. «Esto hace que sus oportunidades estén limitadas a la hora de mejorar sus condiciones de vida, lo que se acaba plasmando en su mentalidad y comportamiento», destaca.

La inmensa mayoría de los niños de Dheisheh nunca ha visto el mar. Otros muchos nunca han salido de sus calles o solo lo han hecho a la ciudad de Belén. «Podemos tratar de difundir actividades para hacer que no se involucren en dicho mundo y para darles mejores oportunidades, pero no podemos olvidar que el origen de este problema nace de la ocupación, de la violencia y del control que Israel desarrolla sobre nuestra tierra», expresa Hasanat.

Milad, uno de los jóvenes que se crio entre los muros de del campo y que actualmente estudia en Alemania, explica que es habitual que niños de apenas 10 años estén vinculados o relacionados con ideales o movimientos políticos. «No podemos aceptar como algo normal que un niño de 13 años se afilie a un partido y difunda las ideas políticas o la propaganda que ha ido viendo desde que era pequeño en murales o fotografías sobre los mártires», explica.

Cuando hay algún mártir en el campo, salen a las calles y cantan una especie de himno creado por ellos mismos que dice, literalmente, «ojalá tu madre fuese la mía». Si el ejército pasa más de dos semanas sin entrar a Dheisheh, se preguntan cuándo van a llegar los soldados o afirman que «están listos». «Es una realidad horrible, pero es la realidad a la que nos enfrentamos», declara Wisam Hasanat.

Terapia

Por este motivo, los psicólogos del centro cultural evalúan los casos concretos para tratarlos de acuerdo a sus necesidades e intentan despertar en ellos el interés por el arte, la música, el ajedrez o el deporte como forma de terapia con el objetivo de concienciarlos y mostrarles otras oportunidades alejadas de las ideas políticas. «La dificultad de expresar lo que sienten se compensa, por ejemplo, con la pintura. Retienen en su cabeza las celebraciones o los grafitis en honor a los mártires. Crecen y juegan desde pequeños entre muros con rostros de los mártires, y la cercanía a las familias de estos hace que también se vean involucrados en dicho mundo. Si lo dejamos pasar, llega un punto en el que ya no se puede hacer nada y los niños aprenden a vivir con ello. La falta de liberación de esta ira es lo que hace que la mayoría exploten y acaben lanzando piedras contra controles israelíes o el muro», asegura Ayed.

Asimismo, defiende que el problema no reside en hacer dibujos de los mártires en los muros del campo ni en pegar fotos de estos en la puerta de sus casas, ya que esta práctica es una de sus formas de mostrar apoyo y consuelo a las familias. «El problema está en la idea que se transmite de estos, en cómo muchos padres afirman estar orgullosos de que sus hijos mueran por su patria y en cómo su imagen se convierte en un ejemplo a seguir», añade.

Después de haber estado tres veces en prisión, Wisam asegura que su principal objetivo es aportarles esperanza y mostrarles que hay una vida más allá de Dheishe, pero insiste en que, por mucho que ellos trabajen, la única solución al problema es el fin de la ocupación. «Tengo tres hijos y no me gustaría ver a ninguno de ellos en una cárcel israelí o convertido en un mártir, pero para ello necesitamos el fin de este círculo vicioso de violencia que se retroalimenta por la ocupación que sufrimos. Tan solo queremos vivir», sentencia.

Y así, con la fusión de la llamada al rezo de una mezquita próxima al campo y el movimiento de la infinidad de banderas palestinas que se ubican en los tejados de sus hogares, la vida termina y empieza cada día en Dheisheh para mostrar que su forma de existir es también resistir.

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