«Memorias de África»: Un surtido de Oscar, un muestrario de sentimientos
El clásico, ganador de siete premios Oscar, se entrega este domingo con ABC por solo un euro
oti rodríguez marchante
"Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong...", estas palabras con las que arranca la novela de Karen Blixen y hechas un nudo a la fascinante música con la que John Barry envolvió la película de Sydney Pollack ... , producen al instante el más puro y perfecto impacto melancolía, que es algo así como la feliz tristeza de poseer las cosas que ya no tienes. Hace más de un cuarto de siglo, una medida de tiempo que tricota melancolía, que Memorias de África hizo historia en los Oscar y geografía (marcó territorio imborrable) en el alma de la humanidad, que sintió con aguda nostalgia la posesión de cosas que ni siquiera había tenido nunca, no ya los amaneceres de las llanuras de Kenia, sino los abrasadores cruces de aventura, desventura, pasión, arraigo, romanticismo y plenitud que provoca en poco más de dos horas y media esta maravillosa película en cuyo interior, en el interior de su interior, lleva tatuado ese irresoluble dilema entre la independencia y el compromiso que anida hasta en los corazones más simples.
"Memorias de África" ganó siete Oscar, el de mejor película, dirección, guión adaptado, fotografía, banda sonora, dirección artística y sonido; y hoy es ya anécdota que no lo consiguieran finalmente Meryl Streep (fue para Geraldine Page por "Regreso a Bountiful) ni Klaus Maria Brandauer (lo ganó Don Ameche por "Cocoon"), y Robert Redford ni siquiera fue candidato. Hoy reconocemos que la historia de Karen Blixen, su mirada a esa comisura de África, su tesón por construir una rima entre el mundo del que venía y en el que vivía, su fortaleza por mantener su sitio en la naturaleza, las costumbres, el matrimonio humillante y lo mágico del amor forman uno de los cuerpos más sólidos de la historia del cine . Y la relación, difícil de encajonar con un simple "amorosa", entre Karen Blixen y el aventurero Denys Finch-Hatton, que interpreta con las bendiciones del aura Robert Redford, forma ya parte de ese póster que varias generaciones pasadas y futuras tienen enmarcado y colgado en la pared invisible de su intimidad, aunque sólo sea por ese instante de jabón, porcelana, cabello y río que segrega las sustancias impalpables de la felicidad.
Y la obra maestra de Sydney Pollack, tan fascinantemente urdida para equilibrar lo que le concede y de lo que le despoja al espectador, se va de la pantalla en un final de emoción irresistible y que te ciega de una melancolía inexplicable por una granja que no has tenido y por una vida que no vas a tener.
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