El día en que a Bush le «hirvió la sangre»
El ex presidente revela en sus memorias, inéditas en España, cómo vivió aquel 11 de septiembre de 2001. «Un enemigo había atacado nuestra capital por primera vez desde 1812; el objetivo de mi mandato estaba claro»
GEORGE W. BUSH
El 11 de septiembre de 2001, me desperté antes del amanecer en mi suite del centro Colony, cerca de Sarasota, Florida. Empecé la mañana leyendo la Biblia y luego bajé las escaleras para salir a correr. Estaba muy oscuro cuando arranqué mi carrera alrededor del ... campo de golf. Los agentes del servicio secreto se habían ido acostumbrando a mi rutina de ejercicios; a los lugareños les debía parecer algo extraña esta carrera en la oscuridad. (...)
Salimos camino de una visita a la escuela primaria Emma E. Booker para hablar sobre la reforma educativa. En el breve camino desde los coches hasta el aula, Karl Rove mencionó que un avión se había estrellado contra las Torres Gemelas. Me pareció extraño. Supuse que se trataba de alguna avioneta que, por desgracia, se extravió. Entonces llamó Condi. Hablé con ella desde un teléfono seguro en una de las aulas que se había transformado en un centro de comunicaciones para el personal de la Casa Blanca que viajaba conmigo. Me dijo que el avión que acababa de estrellarse contra una de las Torres Gemelas del World Trade Center no era un avión ligero. Era un reactor de pasajeros comercial.
Me quedé atónito. Ese avión debía de haber tenido el peor piloto del mundo. ¿Cómo era posible que hubiese volado contra un rascacielos en un día claro? Quizás había sufrido un infarto. Le dije a Condi que se mantuviese al tanto de la situación (...) Saludé a la directora de Booker, una mujer muy amable llamada Gwen Rigell. Me presentó a la profesora, Sandra Kay Daniels, y a su clase, llena de alumnos de segundo curso. Daniels empezó la clase con un ejercicio de lectura. Transcurridos unos minutos, les dijo a los estudiantes que cogiesen sus libros de texto. Noté que alguien estaba detrás de mí. Andy Card acercó su cabeza a la mía y me susurró algo al oído.
«Un segundo avión se ha estrellado contra la segunda torre», dijo, pronunciando cada palabra con su fuerte acento de Massachusetts. «Estados Unidos está siendo objeto de un ataque».
Mi primera reacción fue de indignación. Alguien se había atrevido a atacar Estados Unidos. Iban a pagarlo. Entonces observé las caras de los niños que tenía delante. Pensé en el contraste entre la brutalidad de los atacantes y la inocencia de esos niños. Pronto, millones como ellos estarían contando conmigo para que les protegiese. Estaba decidido a no defraudarles.
Vi a los periodistas al fondo de la clase, consultando la noticia en sus teléfonos móviles y buscas. Mi instinto se despertó. Sabía que mi reacción sería grabada y transmitida por todo el mundo. El país estaría en estado de choque; el presidente no podía estarlo. Si salía de pronto a toda prisa, asustaría a los niños y una oleada de pánico se propagaría por todo el país.
La lección de lectura continuó, pero mi mente se alejó rápidamente de la clase. ¿Quién podía haber hecho esto? ¿Hasta qué punto eran graves los daños? ¿Qué tenía que hacer el Gobierno? (...)
Unos siete minutos después de que Andy entrase en la clase, volví a la sala de espera, a la que alguien había llevado un televisor. Me quedé horrorizado cuando repitieron a cámara lenta la secuencia del segundo avión chocando contra la torre sur. La enorme bola de fuego y la explosión de humo eran peores de lo que había imaginado. El país estaría conmocionado y yo tenía que aparecer en la televisión de inmediato. Garabateé mi declaración a mano. Quería asegurar a los ciudadanos estadounidenses que el Gobierno respondería y que llevaríamos a los culpables ante la Justicia. Luego quise regresar a Washington lo antes posible. (...)
El servicio secreto quería llevarme al Air Force One, y deprisa. Mientras la caravana de coches enfilaba por la carretera 41 de Florida, llamé a Condi desde el teléfono seguro de la limusina. Me dijo que se había estrellado un tercer avión, éste contra el Pentágono. Me recosté en el asiento asimilando sus palabras. Mis pensamientos se aclararon. El primer avión podía haber sido un accidente. El segundo era claramente un ataque. El tercero era una declaración de guerra.
Me hervía la sangre. Íbamos a encontrar a los que lo habían hecho y les íbamos a machacar.(...)
Aunque mis emociones fueran similares a las de la mayoría de los estadounidenses, mis obligaciones no lo eran. Más tarde habría tiempo para los lamentos. Habría una oportunidad para hacer justicia. Pero primero tenía que hacer frente a la crisis. Habíamos sufrido el atentado por sorpresa más devastador desde Pearl Harbor. Un enemigo había atacado nuestra capital por primera vez desde la guerra de 1812. En una sola mañana, la finalidad de mi presidencia había quedado clara: proteger a nuestro pueblo y defender nuestra libertad, que se había visto agredida. (...)
Llamé a Dick Cheney mientras el Air Force One se elevaba rápidamente hasta los 45.000 pies, muy por encima de nuestra altitud de crucero habitual. Le habían trasladado al Centro Presidencial de Operaciones de Emergencia (PEOC) cuando el servicio secreto pensó que podría haber un avión dirigiéndose a la Casa Blanca. Le dije que tomaría las decisiones desde el aire y que contaba con él para llevarlas a la práctica sobre el terreno.
Dos grandes decisiones llegaron de inmediato. El Ejército había enviado patrullas aéreas de combate —equipos de aviones de combate destinados a interceptar aviones que no respondían— para que sobrevolaran Washington y Nueva York. La interceptación aire-aire era lo que yo me había preparado para hacer cuando era piloto de F-102 en la Guardia Nacional de Texas 30 años antes. En aquella época, dábamos por sentado que el blanco sería un bombardero soviético. Ahora era un avión de pasajeros comercial lleno de personas inocentes.
Teníamos que clarificar las normas del combate. Le dije a Dick que nuestros pilotos debían establecer contacto con los aviones sospechosos e intentar obligarles a aterrizar pacíficamente. Si eso fracasaba, tenían mi autorización para derribarlos. Los aviones secuestrados eran un arma de guerra. A pesar del precio atroz, eliminar uno podía salvar innumerables vidas en tierra. Acababa de tomar mi primera decisión como comandante en jefe en tiempo de guerra. (...)
La segunda decisión era la de dónde aterrizar con el Air Force One. Yo estaba convencido de que debíamos regresar a Washington. Quería estar en la Casa Blanca para dirigir la respuesta. Al país le tranquilizaría ver al presidente en la capital que había sido atacada.(...)
Un cuarto avión había caído en algún lugar de Pensilvania. «¿Lo hemos derribado nosotros o se ha estrellado?», le pregunté a Dick Cheney. Nadie lo sabía. Sentí náuseas. ¿Había ordenado la muerte de esos estadounidenses inocentes? (...)
Después de llegar a Offutt, me llevaron al centro de mando, que estaba lleno de oficiales del Ejército que habían participado en unas maniobras de entrenamiento. De repente, una voz gritó a través del sistema de sonido: «Señor presidente, un avión que no responde se acerca desde Madrid. ¿Tenemos autorización para derribarlo?».
Lo primero que pensé fue: ¿Cuándo va a terminar esto? Luego, expliqué en líneas generales las normas de combate que había aprobado antes. Mi mente repasó las peores situaciones posibles. ¿Cuáles serían las consecuencias diplomáticas de derribar un avión extranjero? ¿Y si llegábamos demasiado tarde y los terroristas ya habían alcanzado su objetivo?
La voz del altavoz volvió a sonar: «El vuelo de Madrid», recitó, «ha aterrizado en Lisboa, Portugal». Gracias a Dios, pensé. Era otro ejemplo de la niebla de la guerra.
Nos trasladamos al centro de comunicaciones, donde había convocado una reunión de seguridad nacional por videoconferencia. Había pensado detenidamente en lo que quería decir. Empecé con una declaración clara: «Estamos en guerra contra el terrorismo. De aquí en adelante, esta es la nueva prioridad de nuestra Administración».
Recibí una noticia de última hora sobre la respuesta de emergencia. Luego me volví hacia George Tenet. «¿Quién ha hecho esto?», le pregunté. George respondió con dos palabras: Al Qaida.
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