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Gallardón

ESCRIBO este artículo en medio del maremagno de datos sostenidos sobre el filo de la navaja. Parecía, a la luz de algunos sondeos, que los españoles iban a castigar algunas decisiones desafortunadas del presidente Aznar, que habían conducido a su partido a una situación insospechada hace apenas un año. En un artículo publicado en ABC cité un relato de Edgar Allan Poe, «El demonio de la perversidad», en el que se explican ciertas conductas racionalmente inexplicables, que nos obligan, por puro impulso destructivo, a obrar contrariando el dictado de la prudencia y el instinto de conservación. Aznar ha sido, durante este último año, víctima de este demonio de la perversidad. Su imagen de minotauro encerrado en el laberinto de la sordera social y el ensimismamiento, decidido a arrastrar en su caída a sus conmilitones, ha sido una de las imágenes más nítidas de suicidio político que uno recuerda haber presenciado. Pero el electorado ha sabido interpretar la verdadera naturaleza de estas elecciones, aparcando ciertas turbulencias de la política nacional e internacional, para ceñirse a votar los programas municipales y autonómicos que le ofrecían las formaciones en liza.

Aznar enviaba a sus huestes a pelear contra los elementos. Y las huestes han sobrevivido, con heridas no demasiado profundas, al envite; a veces con resultados que desbordan las previsiones poco optimistas que sugerían algunos sondeos. Alberto Ruiz-Gallardón, para quien esto firma el político más dotado de España, ha ratificado, en un momento en que los reflectores se posaban sobre su figura, su estatura imparable. En una coyuntura desfavorable, Gallardón ha logrado hacerse con la mayoría de unos votos que premian su gestión al frente de la Comunidad de Madrid y, sobre todo, proyectan su figura a más altos designios. No me he recatado nunca de glosar las virtudes de este político: lo hice cuando su figura parecía condenada al ostracismo; lo hago hoy, cuando su presentida victoria lo convierte en emblema de un futuro posible para un partido que Aznar ha conducido a un callejón sin salida. Me gusta Gallardón porque siempre ha contradicho los usos ratoneros de su gremio; me gusta porque representa, mejor que ninguno de sus compañeros de partido, al político ilustrado capaz de desmentir, con su mera actitud y su sensibilidad, ciertas caracterizaciones paródicas que se han divulgado sobre la derecha española.

Creo que ha llegado el momento de Gallardón. En las entrevistas que ha concedido durante la campaña electoral, ha procurado rectificar esa imagen ambiciosa que siempre se le ha adjudicado, afirmando que su único propósito era ser alcalde de Madrid. Pero Gallardón sabe que su destino se halla en otras cúspides; su pasión política no puede colmarse en el virreinato municipal. Espero que su partido así lo entienda; espero que quienes hasta hoy se han dedicado a ponerle zancadillas acepten que está llamado a más altas empresas. Y deseo que la Alcaldía de Madrid sea el trampolín desde el que Gallardón pueda mostrar a los ciudadanos su valía, su afilada inteligencia volcada hacia el futuro, su afán componedor, su ímpetu de modernidad.

Estoy harto de que la política sea el asilo de los mediocres. Se ha tachado con frecuencia a Gallardón de ambicioso, como si la ambición fuese un pecado del que debamos arrepentirnos. Gallardón, ciertamente, no ha empleado sus desvelos en la política para terminar de monaguillo de nadie. Estoy seguro de que, en unos pocos meses, estará en disposición de mostrar a sus votantes que sus promesas de un Madrid dinámico, cosmopolita y mestizo, convertido en locomotora cultural de Europa, no son meros espejismos de campaña. Y entonces habrá llegado el momento de que cumpla su designio.

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