editorial
Jumilla: ciudadanos y creyentes
La fiesta del Cordero no es un problema para la 'identidad nacional', sino la situación de la mujer en el islam, la educación de las niñas, los matrimonios forzosos o la hostilidad a la libertad
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Iniciar sesiónAhora rechazado por un PP local que se desdice y niega la mayor, el acuerdo aprobado en Jumilla (Murcia) para prohibir determinadas celebraciones musulmanas en espacios públicos o municipales ha avivado innecesariamente una polémica aún caliente por los sucesos de Torre Pacheco. El consistorio ... murciano, gobernado por el PP con el apoyo de Vox, había decidido que el final del Ramadán o la fiesta del Cordero no se celebren en dependencias municipales ni en la calle, una prohibición genérica, que no guarda relación con ningún episodio que justifique la medida y que cancelaba unos actos celebrados en años anteriores sin aparentes problemas de convivencia. No hacía falta que el PP diera marcha atrás, como hizo tras advertir su error: los tribunales le hubieran recordado que España es un Estado aconfesional, cuya Constitución garantiza la libertad religiosa, derecho que comprende la facultad de los creyentes de exteriorizar su fe. Es evidente que cualquier administración pública puede prohibir celebraciones multitudinarias atendiendo a razones de salubridad o de seguridad pública, y las festividades musulmanas –como las de cualquier otra confesión– no están exentas de esta fiscalización. Jumilla no había denegado la autorización de unos actos pendientes de licencia, sino prohibido de forma preventiva unos festejos que no se celebrarán hasta 2026. La iniciativa partió del único concejal de Vox, quien apeló a defender la «identidad nacional» frente a costumbres extranjeras. El argumento es equívoco, porque la identidad nacional, en una democracia constitucional, es una identidad política, es decir, una ciudadanía compuesta por los derechos y libertades individuales reconocidos por la Constitución. Los musulmanes, por el hecho de serlo, no tienen más derechos que el resto de ciudadanos españoles, pero tampoco menos. También es cierto que las sociedades tienen sus tradiciones y costumbres, y no siempre pueden coexistir con las que importan grupos sociales identificados a sí mismos por su etnia o su religión. Por eso es importante encontrar equilibrios, si son posibles, en el ejercicio de los derechos y las libertades, por un lado, y la convivencia social, por otro. En todo caso, no resulta razonable señalar a una determinada comunidad por unas costumbres conocidas y practicadas, y declarar, de forma genérica, su incompatibilidad con los valores de la sociedad española.
Estas polémicas tienen, además, efectos contraproducentes, porque alimentan el victimismo de sectores islámicos radicalizados y porque distraen de los problemas de fondo que España comparte con otros países de la UE. La inserción de la inmigración musulmana en las sociedades europeas no es pacífica, y basta observar con objetividad y distancia lo que sucede en Francia, Alemania o Bélgica, donde no faltan movimientos islámicos que reivindican vivir conforme a sus propias leyes, a veces incumpliendo las normas civiles aprobadas para todos los ciudadanos. Las oraciones colectivas o la fiesta del Cordero no son problema para la 'identidad nacional', sino la situación de la mujer, la educación de las niñas, los matrimonios forzosos o la hostilidad a las libertades. Conviene hablar con claridad sobre las causas de los temores de las sociedades europeas al crecimiento de las comunidades islámicas y al riesgo de que sus futuras generaciones antepongan su identidad musulmana –que es más que una identidad religiosa– a su identidad política democrática. Saltar del respeto a la libertad religiosa a un multiculturalismo divisivo es un escenario que ninguna democracia debería permitir, porque la multiculturalidad, entendida como el derecho a crear ciudadanías gregarias, es incompatible con la democracia.
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