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GALLARDONEANDO

EN las novelas bizantinas, parece que los protagonistas nunca alcanzarán su destino común, que es la consumación de su amor: mil escollos se interponen en su empresa, mil tempestades y añagazas, mil emboscadas y penalidades. Zarandeados por la voltaria Fortuna, separados por océanos encrespados, víctimas de conjuras cósmicas y humanas, diríase que jamás lograrán reunirse; pero, después de tantos sobresaltos, la Providencia acaba premiando sus desvelos. La biografía política de Alberto Ruiz-Gallardón tiene algo de novela bizantina; la amante que le aguarda al final de su azarosa y laberíntica andadura es, por supuesto, la Presidencia del Gobierno. Antaño lo declaraba sin ambages, con una especie de orgullosa ingenuidad que facilitaba las maniobras de sus adversarios, empeñados en rectificar su destino; los años y las contrariedades lo han hecho más ladino y sinuoso. Ahora que «de todo lo que he hecho e imagino que pueda hacer, nada me puede hacer más feliz que ser alcalde de Madrid»; algo parecido hubiese proclamado el astuto Odiseo mientras disfrutaba de los arrumacos de Calipso. Pero Gallardón sabe que su Ítaca no es Madrid; y el espectador fascinado por el personaje -como es mi caso- aguarda las nuevas vicisitudes de su aventura, siempre sazonadas por la incertidumbre y la sorpresa, como en las mejores novelas bizantinas. Hace unos meses, sin ir más lejos, parecía que Gallardón había sido definitivamente apartado de su destino; pero ese apartamiento temporal ha resultado a la postre beneficioso para sus propósitos: desde la atalaya de Madrid puede contemplar a pie enjuto el aparatoso naufragio de quienes decidieron excluirlo de la expedición.

Fue, como siempre, muy aleccionador escuchar al alcalde de Madrid en el Foro de ABC. En su discurso, enhebrado sin apenas servirse de notas, con un dominio insultante de la retórica (que es, como la definió Platón, un «encantamiento de las almas»), Gallardón quiso circunscribirse a cuestiones técnicas y municipales. Reclamó al Gobierno una ley que otorgue un nuevo estatuto jurídico a la capital; reclamó mayor autonomía financiera y tributaria; reclamó, en fin, un sistema de representación directa de las grandes ciudades en el Senado. Vindicaciones, a simple vista, ambiciosas, pero estrictamente municipales; al menos ésa fue la impresión que se llevaron los comensales. Pero Gallardón, en realidad, no estaba hablando de un municipio, sino de una ciudad-Estado; y sólo le faltó rematarlo con aquellas palabras que Tucídides pone en boca de Pericles: «Nos distinguimos de los demás hombres porque somos extraordinariamente audaces cuando hacemos nuestros cálculos sobre las acciones que vamos a emprender, mientras que a otros la ignorancia les da coraje, y el cálculo indecisión. Y es justo que sean considerados los más fuertes de espíritu quienes, aun conociendo perfectamente las penalidades, no por esto se aparten de los peligros».

Gallardón hablaba, en efecto, de una ciudad-Estado. Por supuesto, en esta visión tan audaz subyacen zonas de sombra; también a Pericles le reprocharon sus contemporáneos su afán de protagonismo, su propensión al despilfarro, su voracidad recaudadora. Pero lo que importa destacar aquí es que Gallardón proyecta sobre Madrid sus ambiciones y quiere anticipar, disfrazado de pretensiones municipales, su destino último, que no está en la Casa de Correos, sino en el Palacio de la Moncloa. Yo hubiese querido aguarle un poco su discurso de estadista camuflado de alguacil con alguna pregunta capciosa que recriminase su modernitis compulsiva, con reparto de pildoritas incluido, pero no hubo lugar.

Después de todo, no acudí al Foro de ABC tanto por escuchar a Pericles como por saludar a su Aspasia, a la que tanto quiero.

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