De Cumbre en Cumbre
En nuestro teatro clásico, nunca faltaba la figura del bobo, encargado de aderezar el drama con sus jocosidades. Cuando los protagonistas más enfrascados estaban en la recitación de sus parlamentos altisonantes, lamentando no sé qué pejigueras que mancillaban su honor, irrumpía el bobo -generalmente criado del protagonista- para quitarle hierro y solemnidad al asunto y recordar al público que toda aquella rimbombancia que se gastaban sus señores no era sino fruslería y embeleco. El bobo de nuestro teatro clásico deslizaba siempre, entre su repertorio de chistes más o menos agraciados, las verdades del barquero que los otros personajes del drama, demasiado embebidos en cuestiones bizantinas, no eran capaces de vislumbrar. También las Cumbres, esa nueva forma de tramoya iterativa que las democracias mediáticas han inventado para mantenernos entretenidos, suelen contar con un bobo que alivia el sopor de la representación. Hugo Chávez ha sido el bobo lúcido y oportunísimo encargado de reventar las entelequias por las que deambulaba somníferamente esta enésima Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea del Imperio Romano y de sus Suburbios en América Latina (hay que reconocer que Lope de Vega titulaba sus comedias con más garbo y donaire).
Mientras la Cumbre avanzaba, cansina y escrupulosamente respetuosa de las normas aristotélicas (unidad de tiempo, espacio y acción), llega Hugo Chávez y desmantela el tinglado de la farsa, profiriendo la verdad que todo el mundo sabe, aunque los medios de adoctrinamiento de masas la disfracen con afeites. Las Cumbres -ha dicho aproximadamente Chávez- no sirven para nada, son ejercicios de verborrea laberíntica que los gerifaltes del mundo mundial convocan para que no se les note la acedía que se gastan en el desempeño cotidiano de sus cargos. Como Chávez es un actor leal al papel de bobo que se le ha encomendado en la función, no se ha privado de deslizar muy lindas necedades, como una vindicación de los «grandes pensadores políticos, como Alejandro Magno y Simón Bolívar»; pero, entreveradas entre tan amenos disparates, ha pronunciado verdades irrebatibles. Y no se ha privado de resumir el mecanismo de tan rudimentarias dramaturgias, en las que los gerifaltes del mundo mundial ensartan, uno tras otro, sus discursitos llenos de paparruchas pomposas. Se le olvidó añadir que, al menos, las Cumbres sirven para reactivar el sector turístico y para promocionar el oficio de azafata. Y también que, junto a los discursos banales, de vez en cuando los medios de adoctrinamiento de masas captan algún aparte de los actores, muy jugoso y regocijante, como aquel «¡Vaya coñazo que les he soltado!» que se le escapó a Aznar en otra Cumbre reciente.
Aunque nuestro presidente, muy en su papel de prócer con mando en plaza, haya afeado el mutis del bobo Chávez, sabe perfectamente que estas Cumbres son tan estériles como un simposio en el que se debatiera el lustre de su bigote. Para que nadie albergue dudas sobre la inanidad que lastra estas tramoyas iterativas, Aznar publicaba hace unos días en este periódico, a modo de ideario comprimido de esta enésima Cumbre, un artículo de inequívoco tufillo negroide que parecía una antología de perogrulladas superferolíticas. En dicho artículo podían leerse pomposidades vacuas de este jaez: «El principio general de libertad nos hará avanzar hacia una sociedad más abierta, plural e integrada, que respete las diferencias culturales, donde hombres y mujeres, cualquiera que sea su origen y condición, sean todos iguales ante la ley y ésta sea igualmente respetada por todos». Acojonante. Propongo que se convoque de inmediato otra Cumbre, en la que se castigue a Aznar con el afeitado en seco de su bigote.
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