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Estado de Excepción

¿Cómo saber que alguien ha trazado una señal al lado de tu nombre en una lista infame de futuros muertos? ¿Qué se siente cuando en algún lugar del País Vasco, en las alcantarillas y el submundo de la burocracia terrorista, se ha dado el primer paso en un proceso que acaso lleve a tu muerte, o a la obligación inmediata del destierro o, por ahora, tan sólo a la pérdida de tu geografía sentimental de calles y paseos solitarios? ¿Cómo se vive cuando has sido amenazado por la peripatética guardia de los salvapatrias y el miedo se aloja en tus tripas y comienzas a mirar hacia atrás mientras en la calle la luz del sol es la misma de todos los días... hay coches que pasan, tiendas abiertas, madres que llevan a sus hijos camino de la escuela y gente que habla y bebe su copa en la cafetería o juega la partida de mus y mira fijamente el partido de fútbol en la televisión? ¿Qué se siente al levantarse una mañana y descubrir que el exilio también era esto... un mapa de calles perdidas, la ciática de las bombas lapa o la manía sonámbula de caminar más deprisa, calculando el tiempo que falta para llegar a casa o temiendo que esos pasos que se acercan a tu espalda sean los del pistolero que viene a por ti? De pronto eres culpable; eres el blanco de una gente educada en la mentira, la nostalgia y la dialéctica de las pistolas; eres el acusado que inventó Kafka en su habitación de Praga; eres el rostro rodeado con una diana en las paredes de tu Universidad o tu barrio; eres quien camina sin sosiego y quien pasa las noches con los ojos abiertos, clavados en el insomnio de la ventana; eres quien inventan los profetas del revólver y la libertad, y quien fabrica juegos para que tu hijo no se pregunte por qué miras todas las mañanas los bajos del coche... ¿Qué se siente al estar señalado por la barbarie terrorista?

Cuenta Eduardo Galeano en «El libro de los abrazos», que cuando Benedetti vivía en Buenos Aires en los años del terror, siempre llevaba en el bolsillo cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron... Hace tiempo, mucho tiempo, que un sinfín de profesores, escritores o concejales vascos llevan en sus paseos, en sus viajes o cenas una sombra pegada a la espalda; un escolta, un agente de seguridad, un policía que puede salvarle en cualquier momento la vida... Iñaki Ezquerra los llama ángeles de la guarda y con su aire perspicaz y melancólico de escritor maldito en su tierra, a su manera, muy agria, muy sencilla y directa, ha escrito un libro sobre el horror de vivir secuestrado en el País Vasco, sobre las máscaras del PNV y los últimos veinte años de silencio y decadencia, sobre el terror que impregna la vida diaria y el país soñado de todos los perseguidos en una Euskadi tomada por el miedo, ahogada por la nostalgia institucional de los viejos campos de concentración nazis, y la complacencia o el delírium trémens de los jerarcas nacionalistas.

Hace tiempo que el fantasma del totalitarismo vaga por las calles del País Vasco hambriento de carroña española... Se nos ha pasado la juventud y los años corriendo delante de los grises, imaginando un país sin mordazas ni ejecuciones sumarias. Con la muerte de Franco y la Transición ganábamos la libertad y heredábamos la burocracia criminal de ETA, que había amortajado a Sabino Arana entre antiguallas carlistas y ensueños nazis. Era la revolución de todos los huérfanos del paternalismo mediocre y conservador del PNV, la que iba a traer el paraíso comunista y la autodeterminación a todas las ciudades de la Gran Euskadi con tiros en la nuca y fuegos artificiales bañados en Goma 2 . Fuimos pacíficos y sencillos, caminamos en manifestaciones barrocas y místicas junto a los nacionalistas, como si la vergüenza del silencio sobreviviera a la lenta procesión de muertos que en vano se aferraban a nuestro recuerdo para no desaparecer del todo. Más tarde vendría Lizarra y Udalbiltza, o la farsa del alto el fuego y la alianza del PNV con EH. Había llegado la hora del «DNI vasco» y la carrera por derrumbar las ruinas de la convivencia. El nacionalismo vasco se quitaba por fin la máscara.

Entonces, en aquella época de grotescos carnavales, mientras a los demócratas se nos acababa el tiempo y los asesinos agitaban la collera de los perros y el miedo descendía sobre las localidades del País Vasco con una herrumbre de cacerías nocturnas y olor a pólvora y hojarasca podrida, el Gobierno Vasco miraba hacia otro lado y se esforzaba en no reprimir las libertades democráticas de los aprendices de asesinos y matones ; unificaba la fe y el rito de Udalbiltza; y borraba con el insulto cualquier disidencia. Era el tiempo de desempolvar las boinas y la camisa de la autodeterminación, de los viejos delirios secesionistas y las alianzas con los cómplices del terror.

Pese a la euforia de aquellos días, muy pronto el monstruo de ETA estrangularía el sueño del Doctor Frankenstein, que viejo y deslegitimado, ha tenido que rendirse a la evidencia de su soledad y convocar elecciones. Nada, sin embargo, ha podido ayudar más a la ancianidad del régimen de Arzalluz como la falta de conciencia humana y su impasibilidad ante el dolor y la tragedia de toda esa galería de hombres y mujeres que habita y respira en la lista de los asesinos. Durante más de veinte años Arzalluz se aseguró la obediencia pasiva de sus súbditos, una mayoría silenciosa, o mejor, una mayoría ausente, a la que se adiestró en la ley del silencio y a la que se orientó hacia los batzokis, la adormidera euskaltelevisiva y la fijación en un montón de objetos superficiales, de corte deportivo o folclórico, siempre inocuos para el poder. Desde su privada plaza de Oriente, el caudillo nacionalista se da hoy cuenta de que su oscura aventura soberanista puede darle una bofetada en las urnas. Los escritores, los poetas, los historiadores y periodistas españoles, la «Brunete mediática», son, según él, los culpables de que su régimen de supositorios tradicionalistas y valiums religiosos note hoy los primeros síntomas del cansancio. ¿Qué es entonces lo que teme Arzalluz? Precisamente libros como el de Iñaki Ezquerra, el crecimiento de la prosa libre, la invasión del poema en las calles como un Nilo desbordado sobre las extensiones del silencio, de la vida, de la realidad de unos hombres y mujeres exiliados en su propia tierra por defender la dignidad y soñar un país en libertad. Arzalluz teme que los vascos pidamos por fin la voz y la palabra, que renazca el espíritu de Ermua como un poema o una marea de protesta, como algo que viene creciendo de ola en ola, de grito en grito, de palabra en palabra. Arzalluz y sus hijos descarriados temen, en fin, los viejos versos de aquel poeta comunista: «... podrán cortar todas las flores pero no podrán detener la primavera».

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