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ABC Cultural

Pisando juanetes

Por culpa de algún perverso agujero de gusano espacio-temporal, enquistada en su propia hipergravedad como en un cuento de estómago sucio de Silverberg, hete aquí una de las secuelas más inesperadas (agradable o no, a saber) que todo cinéfilo bizarro podría esperarse: la de la gelatinosa y carpetovetónica (que también viene de carpeta) «Dirty dancing». Esos derrapes epidérmicos de Grey y Swayze, esos cardados a la luz de la luna, esos zapateados con alzas, esas gasas y vapores, esa nariz... Aunque en rigor se trate de una precuela, ya que retrotrae la acción hasta la Cuba precastrista, para darle una dimensión de geopolítica del libro gordo de Petete que es lo que le faltaba al guiso. Así, seguimos las andanzas de Katey, tímida jovencita yanqui a la que se le abrirán las carnes y los sentidos al aterrizar en La Habana de 1958, participando en un concurso de baile con el ex camarero del hotel de lujo donde están hospedados papá y mamá (sí, también supura el tufo socio-integrador en el fondo autosuficiente, faltaría más).

Varias cosas sorprenden, y hasta duelen, en este bodriete sólo comparable con las dadaístas películas que surgieron a raíz de aquel ritmillo zumbón llamado lambada (sólo para videófagos acorazados, cuidado): la dirección de Guy Ferland, que ya firmara la estimable y también musiquera «Ídolos, mentiras y rock & roll»; el guión de Boaz Yakin, autor de la excelente «Fresh» y la eastwoodiana «The rookie»; el salón de baile cortesía de Miramax (quién te ha visto y quién te ve) y, sobre todo, el protagonismo comparsero de un pobre Diego Luna que, al menos, se debió dar cuenta de que no todo el monte es orégano ni Spielberg. En el otro lado de la balanza podemos salvar algunas piruetas playeras y sandungueras, ese delirio revolucionario después del concurso danzarín, lo sosa que puede ser una rubia americana y el cameo nostálgico de un Patrick Swayze aún con las carnes en su sitio (aunque hay fajines que hacen milagros, eso dicen) y que nos recuerda que, definitivamente, cualquier tiempo pasado fue más cursi y hortera. Y mejor.

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