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ABC Cultural

Robert Hughes sitúa a Goya como el primer reportero gráfico de guerra moderno

Robert Hughes, ayer en el Prado, junto a un cartón para tapiz de Goya JAVIER PRIETO

MADRID. Llegó puntual a su cita -rodeado de esa expectación que sólo despiertan las grandes estrellas-, en silla de ruedas (aún sufre las secuelas del terrible accidente que sufrió en el desierto australiano en 1999), gran fular estampado al cuello y haciendo burlas a los fotógrafos. El encuentro con Robert Hughes para presentar su monografía «Goya» (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg) tuvo lugar en la sala 85 del Prado, con unos testigos de excepción: los cartones para tapices de Goya del comedor de los Príncipes de Asturias en el Pardo. Un maravilloso texto, leído en un buen español y declamado con intensidad, entusiasmó a todos.

El reputado crítico de arte se siente muy a gusto en el Prado («el mejor museo del mundo»): «Si existe la reencarnación, como creen los budistas, en mi próxima vida querría ser un ratón que correteara por las salas del Prado». No esconde que puede resultar presuntuoso que un australiano hable de Goya a los españoles, pero cree que «no es propiedad exclusiva de España. Pertenece a todo el mundo... Y al mundo moderno». Precisamente, la «implacable e inagotable modernidad de Goya» es una de las tesis centrales de su estudio.

De Hiroshima a Abu Ghraib

En 1970, Hughes se trasladó a Estados Unidos para vivir y trabajar. La guerra de Vietnam desgarraba al país, pero le llamó la atención que el arte diera la espalda a tan tremendos acontecimientos que estremecían a la sociedad norteamericana. Dicha reflexión le llevó a darse cuenta de que tampoco hubo obras plásticas que se ocuparon en su día de Hiroshima, de Auschwitz y, posiblemente, tampoco las haya del 11-S o de las torturas de Abu Ghraib. «A finales del siglo XX no hubo, ni hay hoy, nadie capaz de crear con éxito un arte elocuente y moralmente apremiante a partir del desastre humano -comenta Hughes-; y ello evidencia las pobres expectativas que cabe tener de lo que el arte puede llegar a hacer».

Sí las hubo dos siglos antes, cuando Goya plasmó en su serie de «estremecedores» grabados de los «Desastres» el horror de la sublevación española contra la invasión napoleónica y vivió en primera línea los fusilamientos del 3 de mayo. «Con su testimonio -dice Hughes-, Goya se convirtió en el primer reportero gráfico de guerra moderno. Es uno de los pocos grandes pintores del dolor físico, las crueldades y humillaciones corporales. Sólo él habla de las víctimas; los demás están siempre del lado de los vencedores. Se inclinaba más a la piedad que a la venganza». Dibuja al genio aragonés como «un epicúreo convencido, figura bisagra (el último de los grandes maestros y el primer moderno), casi tan contemporáneo como Picasso».

Dolor, miedo y desesperación

El accidente que sufrió Hughes -le machacó la mitad de sus huesos y le postró seis meses en la cama de varios hospitales-, hizo que conociera de cerca el dolor, el miedo y la desesperación: «Puede que un escritor que no haya experimentado dolor, miedo y desesperación no sea capaz de conocer a Goya del todo. Es muy útil haber sufrido una experiencia dolorosa para entenderlo». Tras el accidente, dice, «Goya se presentaba en mis alucinaciones. Me decía: «Usted es un inglés asqueroso. No va a conseguir escribir este libro». Era una proyección de mis propios miedos». Considera absurdas las teorías que afirman que no son suyas las pinturas negras («es como decir que «Hamlet» y «El Rey Lear» son de Truman Capote»); tampoco está de acuerdo en que haya sátira y burla en el «Retrato de la familia de Carlos IV», ni que la Duquesa de Alba posara para su «Maja desnuda» («es probable que contratara a una puta»).

La presentación del libro corrió a cargo de Francisco Nieva, quien subraya «la modernidad, y hasta la posmodernidad», desde la que Hughes mira a Goya». Aquél, dice, tiene «la soltura de un maestro juvenil, que rebosa en este libro autenticidad sensorial y crítica». Nieva se confesó «goyesco»: «Goya fue mi maestro en dramaturgia y modernidad». Con él no sólo coincide en su pasión por los figurines («era el Versace, el Gaultier, el Rabanne de su época»), sino también en la «atronadora oscuridad» de su sordera: «Ahora que la progresiva sordera me amenaza, me consuela pensar en Goya».

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