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ISABEL II Y LA RESTAURACIÓN

HACE meses, publiqué en ABC un artículo sobre Isabel II en su centenario. Traté en él de algunos de los más importantes cambios durante el Reinado: España pasó -1833-1837- del régimen absoluto a la Monarquía constitucional. Después, se crearon las instituciones que permitieron la industrialización, el crecimiento agrario y que se organizara el mercado orientador de las decisiones de los agentes económicos, favorecido todo ello por la red ferroviaria, por el telégrafo y por más y mejores caminos y carreteras. El proceso de urbanización y de saneamiento de villas y ciudades da la medida de lo que supusieron los treinta y cinco años de Reinado en la historia de la España contemporánea. Y todo ello, a pesar de las perturbaciones provocadas por las guerras carlistas, origen de incertidumbre y de inseguridad, y por los pronunciamientos anticonstitucionales

Mañana hace cien años que murió la Reina Isabel II, lejos de España, sin que pudiera cumplir el deseo de acabar sus días en la tierra que la había visto nacer. Sus nostalgias, sus ensoñaciones sobre un posible regreso, la tuvieron atenta a todo lo que pudiera favorecer la restauración de la Monarquía en su hijo el Príncipe Alfonso. Se convenció, al fin, de que ésta era la mejor solución para la España aquejada de las consecuencias del proceso revolucionario que la había destronado mediante un golpe militar.

Isabel II protestó, desde París, el cinco de febrero de 1869, por lo ilegal de la situación creada. Ella quería conservar sus derechos, heredados de sus mayores y garantizados por la Constitución de 1845. La Reina señaló en su protesta que cuando imperaba la calumnia en lugar de la verdad; cuando se olvidaban los éxitos y se formaba un tejido artificioso de acusación contra ella era necesario que se disipasen las nubes formadas por el engaño, y espesadas por la calumnia. Confiaba Isabel II en que, al restablecerse la verdad, la llamasen hasta los que por error la habían expulsado del reino para hacerle vivir las amarguras de la emigración y apurar con ello la copa «de lágrimas y acíbar». Si la verdad llegase a encender el fuego del entusiasmo con el que tantas veces la había saludado su pueblo, entonces sería el tiempo de solo recordar la fidelidad y los servicios.

Al convencerse Isabel II de que era imposible que ella pudiera regresar a España para volver a ceñir la Corona, no dudó en abdicar a favor de su hijo los derechos que le habían arrebatado los promotores del golpe militar de septiembre de 1868. En el documento, manifestó la Reina que, atenta sólo a procurar, por todos los medios de paz y de legítimo derecho, la felicidad y ventura de los españoles, abdicaba de la Real Autoridad que ejercía por la gracia de Dios y por la Constitución promulgada en 1845. Abdicó también de todos sus derechos meramente políticos, transmitiéndolos con todos los que correspondían a la sucesión de la Corona de España, a su hijo Don Alfonso, Príncipe de Asturias. Isabel II, en el acto de su abdicación, hizo una síntesis de la historia de su reinado, «sin hallar camino» para acusarse «de haber contribuido, con deliberada intención», ni a los males de los que se la hacía responsable ni a las desventuras que no había podido conjurar. Don Alfonso habría de permanecer a su lado, fuera de España, hasta que, proclamado por un gobierno y unas cortes que representasen el voto legítimo de la nación, pudiera ella entregarlo a los españoles, como anhelaba y alentaba su esperanza. Don Alfonso habría de ser, en palabras de Isabel II, el Rey de todos los españoles.

El proceso revolucionario culminó en la regresión secesionista, con el espectáculo bochornoso, ante el mundo, del cantonalismo agresivo y disparatado, degeneración tragicómica de un estado federal. En distintas ciudades de la zona mediterránea, desde Gerona a Cádiz, cada ciudad constituyó su propio cantón, gobernado por una junta revolucionaria, con las atribuciones de un estado independiente y hasta con la facultad -que algunas ejercieron- de declarar la guerra al cantón vecino. Al mismo tiempo, se propagaba la guerra en el norte, ya que el pretendiente carlista tenía expectativas crecientes en tal coyuntura de confusión y desorden.

Una vez en el Trono Alfonso XII, y cuando las Infantas, sus hermanas, ya habían regresado a España, deseó Isabel II que se la autorizase a venir a ella, en marzo de 1875. Cánovas quiso convencerla de que, como autor de la Restauración, tenía fuerza moral para hacerle saber que era necesario el paso del tiempo, antes de cumplir el deseo de Doña Isabel.

Había políticos que no entendían que se condenara a Isabel II a permanecer fuera de España, pues con ello se venía a poner en duda su conducta como Reina constitucional. Al mantenerla en el exilio, parecía que se condenaba su reinado, «en general próspero y glorioso».

Isabel II, convencida de que había sido injusto su destronamiento, escribió a Cánovas larga carta el 23 de abril de 1875. Le decía que, mientras ella no pisase Madrid, aunque sólo fuera por unas horas, no se habría acabado la revolución de 1868. Para dar por terminada la revolución, pensaba Doña Isabel que era necesario el «correctivo» de su viaje. Además, su hijo, al reinar teniendo a su madre en el exilio, parecería ser cómplice de los revolucionarios que la habían destronado. No quiso Doña Isabel dejar sin respuesta a Cánovas en lo de atribuirse todo el mérito de la Restauración. Sin negarle lo mucho que le debía, no dejó de señalar que la abdicación había sido el fundamento de todo; que ella le había elegido para dirigir el partido alfonsino y que lo había sostenido frente a asperezas y rivalidades internas. También le recordó que a ella se debía el documento, refrendado por Don Alfonso, que Cánovas había presentado a los generales en Sagunto, y que había hecho posible, por primera vez en España, «el fenómeno feliz» de que los militares, en el acto de una acción victoriosa, entregasen el poder al elemento puramente civil. Doña Isabel no pudo por menos de corregir a Cánovas, señalándole que lo más justo era reconocer que la Restauración era obra de los dos.

Cánovas llegó a indicar a Isabel II que había oído rumores de que ella ponía reservas a la abdicación. La Reina reconoció que sólo privadamente había expresado el temor de que el documento se resintiese en sus formalidades, siempre con el deseo de subsanarlas con su hijo en el Trono. Ella querría que se reuniesen las cortes cuanto antes, «y esto por resabios de antigua reina constitucional». Isabel II afirmó categóricamente en su carta a Cánovas que jamás había pensado volverse atrás de su abdicación. Reconocía y acataba la suprema autoridad de su hijo: «de nuestro común Rey».

Doña Isabel no pudo ver cumplida su aspiración de volver a España para vivir y morir en ella. Falleció en París el nueve de abril de 1904, siempre con la nostalgia de su patria y con el convencimiento de que la historia la tratase mejor que sus contemporáneos. Para dar fe en el futuro de la historia de su persona y Reinado, donó a la Real Academia de la Historia veinticuatro legajos de su archivo privado, con cartas fundamentales para entender cuál fue el cometido de la Reina en la difícil empresa de la restauración monárquica, que tanta prosperidad dio a España, entre 1875 y 1931.

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