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Fórmula Uno

SIEMPRE han provocado mi perplejidad los mecanismos que rigen la información

SIEMPRE han provocado mi perplejidad los mecanismos que rigen la información deportiva. Su tratamiento depende siempre de razones espurias de índole patriotera. Las carreras de rallies, por ejemplo, no interesaban a nadie hace diez o quince años; pero surgió un español llamado Carlos Sainz que de repente empezó a ganarlas y llegaron a colonizar las portadas de los periódicos. Pasaron unos años y aquel español se retiró; de inmediato, las carreras de rallies fueron relegadas a las gacetillas más esquinadas. Algo todavía más atorrante ha ocurrido en los últimos tiempos con las carreras de la llamada Fórmula Uno. Hasta que apareció Fernando Alonso nadie les prestaba atención; la aparición del asturiano prodigioso las ha hecho más ubicuas que las comparecencias ante la prensa de María Teresa Fernández de la Vega. De repente, a todo el mundo le mola la llamada Fórmula Uno; todo el mundo madruga para chuparse unas retransmisiones televisivas que hacen divertido el debate sobre el Estado de la Nación y hasta aquella carta de ajuste que antaño señalaba el fin de la programación televisiva. Yo he oído a dos tipos hablando en el metro de neumáticos Michelin y Bridgestone como si en ello les fuera la vida, con aportación de datos peregrinos que ponían a prueba mi credulidad y un apasionamiento que seguramente no hubieran dedicado a defender la virtud de su madre.

Lo confesaré. He probado a ver las transmisiones televisivas de la llamada Fórmula Uno. En realidad, una carrera de Fórmula Uno es como un videojuego de Fórmula Uno, pero sin accidentes ni adelantamientos, o sea un coñazo ecuménico. La primera duda ontológica que nos asalta mientras contemplamos tan tedioso espectáculo es si la llamada Fórmula Uno es en verdad un deporte. Uno no ve por ninguna parte, ni siquiera arrimando la lupa, ninguna supervivencia deportiva en una competición cuyas únicas incidencias sobrevienen cuando falla un motor o un mecánico se olvida de apretar una tuerca. Pero partamos de la premisa de que la llamada Fórmula Uno es una disciplina deportiva, como lo es el lanzamiento de jabalina, que también es tirando a aburridillo, sobre todo si te lo ponen a la hora de la siesta. Enseguida nos topamos con un hecho que nos desasosiega y deja estupefactos: me refiero, claro está, a la escasa deportividad de quienes lo practican.

La prensa española suele censurar el comportamiento del campeón alemán Schumacher, quien al parecer recurre a las maniobras más marrulleras para desalojar a sus rivales de la pista. Digo al parecer porque mi ignorancia sobre las reglas que rigen la llamada Fórmula Uno es pareja a la que tributo al sánscrito. Pese a mi desconocimiento oceánico del automovilismo, percibo sin embargo que Alonso, el campeón español, también prueba maniobras peliagudas que igualmente implican riesgo para quienes con él compiten; pero los volantazos del asturiano son siempre celebrados por los comentaristas como si fueran ardides de un genio. Más chocante aún resulta el juicio que merece el comportamiento crispado, agrio y a veces casi belicoso del campeón español. Cuando no gana las carreras apenas participa de los alborozos del podio; en las ruedas de prensa se muestra tenso y hosco; y en los días posteriores a cada carrera empieza a despotricar contra todo bicho viviente: contra los organizadores, a quienes acusa de querer beneficiar a Schumacher; contra los patrones y mecánicos de su equipo, sobre quienes arroja sombras de sospecha; contra un tal Fisichella, con quien comparte escudería. Me pregunto qué opinaríamos de Fernando Alonso si no fuera español. Pero, dejando aparte los patrioterismos que enardecen el deporte, creo que su conducta no merece exactamente el calificativo de caballerosa.

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