Don Guillermo
Así lo llamé siempre, sin apearle jamás el tratamiento. Y en ese «don» se condensaban la reverencia, el afecto admirativo y filial, el orgullo de saberme abrazado por su nobleza, firme y protectora como la roca. Don Guillermo era -y lo seguirá siendo para siempre, en la memoria de quienes crecimos bajo su égida- el «Patrón» de esta casa: el paladín que encarnaba la liberalidad y la adhesión acérrima a unos principios innegociables, el patriarca magnánimo y sacrificado que no había vacilado en arriesgar su peculio y su salud en los momentos más delicados para la supervivencia de ABC, el desvelado protector de quienes lo habían acompañado en esta aventura centenaria. Don Guillermo era un hombre al servicio de una misión: la había mamado desde la cuna, heredada de su padre Juan Ignacio; y la transmitió a sus hijas, Cata y Petisa, con ese esmero que nace de la aristocracia del espíritu. Don Guillermo era la sangre de ABC, sangre de tinta fresca, rumorosa de linotipias, fragante de humanidad serenísima, anhelante de alumbrar el tiempo que le tocó vivir con la llama vigilante de las palabras, dispuesta a entregarse siempre en la defensa de causas de las que otros habían dimitido por conveniencia o acomodo. Él nunca dimitió de nada; porque dimitir hubiese sido tanto como renunciar a la misión que iluminaba sus días.
Lo recuerdo en las cenas de los Cavia, como un acantilado de bonhomía y caballerosidad, pródigo de afectos, derrochón de cortesías, alumbrado por aquella cabellera blanca que era como una cresta de espuma allá en lo alto de su frente, por la que nunca se paseó la sombra del resentimiento, donde nunca anidaron los pajarracos del desaliento y la claudicación. Lo recuerdo a la hora de los brindis, cuando alzaba la copa y lanzaba aquel «¡Por el Rey!» exultante y brioso en el que se compendiaban las lealtades de su estirpe, que tantas tribulaciones hubo de arrostrar en tiempos de zozobra y de pólvora. Lo recuerdo rebosante de una cordialidad que no era ruidosa ni afectada, la cordialidad de quienes muestran su señorío en la llaneza de trato, la cordialidad de quienes van por el mundo con el corazón por encima de la camisa, regalando calor hasta quedarse ateridos, como el príncipe del cuento de Wilde. En ese calor cordial y hospitalario que se derramaba sin tasa nos hemos refugiado todos; en ese calor valeroso y noble se ha salvado cada día el alma de ABC. Ahora ese calor se queda entre nosotros, vibrando como un ascua encendida, aunque el corazón que lo irradiaba haya dejado de latir. Descanse en paz, querido Patrón: allá en el paraíso lo aguardan el rumor de las linotipias, el olor fragante de la tinta fresca, los rollos de papel donde se imprimen palabras de vida eterna.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete