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Contra la secesión vasca

EN su ensayo Contra la secesión vasca (Planeta), acechado por los nubarrones de la inquietud, José Antonio Zarzalejos deja muy pocos resquicios al humor. Uno de esos pocos resquicios lo constituye el relato del instante fundacional del nacionalismo vasco, en el que Sabino Arana, mecido por los vapores de un banquete copioso, improvisa un discurso mesiánico en el que propone poner en marcha un movimiento político que reclame la independencia de Vizcaya, para estupefacción de los comensales allí congregados. Otro pasaje involuntariamente cómico lo logra Zarzalejos reproduciendo la nota evacuada por el PNV, tras las manifestaciones que siguieron al asesinato de Fernando Buesa y de su escolta. En dicha nota, auténtico documento clínico en el que queda retratado el espíritu de una ideología instalada en un estado de permanente queja, se suceden los solecismos, anacolutos y demás estropicios sintácticos: «Existe la impresión -leemos-de que hay intencionalidades ubicables en un ministerio de Madrid de que quieren que se vuelva a la época en que los guerrilleros de Cristo Rey campaban a sus anchas». El mejunje de paranoia y dequeísmos estimula la carcajada; pero enseguida la hilaridad se muda en escalofrío, cuando advertimos que ese pensamiento que no acierta a expresarse sino a través de una sintaxis indecorosa ha conseguido sumergir a la sociedad española en una perenne crisis de identidad.

Quizá las páginas más memorables de este ensayo -que pasa lúcida revista a las deslealtades sucesivas del nacionalismo vasco, así como a su fructífero contubernio con los dispensadores de plomo- sean aquéllas en las que Zarzalejos traza el diagnóstico de la situación actual. Aunque escrito antes de las últimas elecciones vascas -que no han hecho sino subrayar la debilidad de un Gobierno que, como el Bartleby de Melville, «prefiere no hacer nada» ante la evidencia de un partido que concurre a las mismas en flagrante fraude de ley-, Zarzalejos acierta a poner el dedo en la llaga cuando denuncia «el torbellino de revisionismo y de revancha» instaurado tras los atentados del 11 de marzo. Un torbellino que halla su expresión más pavorosa en la declinante vigencia de la Constitución de 1978, sometida a la condición suspensiva de una reforma cuyo verdadero alcance nadie conoce, ni siquiera quienes la promueven (mucho menos ellos, convendría especificar); y que, entretanto, a medida que se suceden las omisiones gubernamentales, no hace sino envalentonar a los nacionalistas vascos y catalanes y elevar el tono de sus reivindicaciones. En un contexto en el que el presidente del Consejo de Estado puede afirmar sin rebozo que la unidad nacional de España es «en cierta medida una disposición transitoria», en el que el Gobierno -con tal de asegurarse su apoyo parlamentario- cede a las solicitudes más estrambóticas de los extremistas catalanes (los mismos que pactaron una tregua en su territorio con ETA), en el que las revisiones estatutarias se han erigido en cuestión primordial, en el que los constitucionalistas vascos se han visto obligados a regresar a las catacumbas, el nacionalismo se siente más cómodo y fuerte, más dispuesto a lanzar sus órdagos, aprovechando el desconcierto reinante. Naturalmente, dichos órdagos nunca aceptarán las soluciones de tránsito que propone nuestro Bartleby Zapatero: como escribe Zarzalejos, «el nacionalismo vasco jamás se dará por satisfecho, porque la insatisfacción es un elemento definidor, ideológico» de su doctrina, «de tal forma que pretender complacerle es un esfuerzo por completo estéril».

A esto se reduce, a la postre, la tragedia que vivimos: intentamos lacayunamente complacer a quienes nunca serán complacidos.

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