El cura Merino: más bandolero que santo
GATOS QUE FUERON TIGRES
Convencido de que el país necesitaba un golpe de cuchillo para salvarse de Isabel II
MELCHOR RODRÍGUEZ, «EL ÁNGEL ROJO»
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Iniciar sesiónMadrid es de todos los que la hicieron grande. Aunque no siempre fuera para mejor. Este es el caso de nuestro Gato que fue Tigre de hoy, conocido para la historia como el cura Merino. Martín Merino y Gómez, fue uno de esos personajes ... que la ciudad recuerda con una sonrisa torcida, mezcla de espanto y picardía. Nació en Arnedo, La Rioja, en 1789, pero su vida tuvo más de bandolerismo que de santidad. Con veinte años se echó al monte, espada en mano, para luchar contra los franceses en la Guerra de la Independencia. Era de esos guerrilleros que parecían salidos de una copla: rápido con la navaja, duro como un roble y con más fe en la pólvora que en la Santa Misa. Después, por esas cosas que sólo España entiende, acabó ordenándose sacerdote. Sotana por fuera, pólvora por dentro.
Madrid, en 1852, no era aún la capital solemne que soñaban los Borbones. Era una ciudad de calles estrechas, barro, olor a carro y con pregoneros en la Plaza Mayor. La reina Isabel II reinaba joven y voluptuosa, más dada a los bailes de palacio que a las sesiones de Cortes. La rumorología madrileña, que corría más rápida que una racha de viento, la acusaba de tener más inclinación por las pasiones terrenales que por las celestiales. Y en esas andaba el cura Merino, convencido de que el país necesitaba un golpe de cuchillo para salvarse.
El 2 de febrero de aquel año, Merino entró en el Palacio Real con un aspecto que no desentonaba: clérigo solemne, mirada encendida, paso decidido. La guardia no sospechó que bajo la sotana escondía un cuchillo capaz de dar miedo hasta a un asesino de Sierra Morena. Esperó el momento, y cuando Isabel II paseaba por una de las galerías, rodeada de damas y gentilhombres, se abalanzó sobre ella. El acero buscó el corazón de la reina con la misma furia con la que años antes había buscado el de los franceses. Y entonces, apareció el héroe inesperado: el corpiño. Aquel corsé de ballenas de acero que la reina llevaba ceñido como un arnés hizo de escudo. La cuchillada se clavó en la tela reforzada y quedó frenada a centímetros de la piel real. El golpe resonó como una maldición ahogada. Isabel dio un grito que retumbó por los pasillos del palacio y dejó a todos petrificados. Se podría decir que Madrid entera respiró aliviada gracias a un corsé bien armado. La guardia redujo al cura y Merino, inmóvil, confesó con frialdad: «Lo hice por la patria».
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La noticia corrió por todos los mentideros de la Villa. En la Puerta del Sol, donde ya se concentraban los curiosos a cualquier hora, se hablaba del atentado como si cada uno lo hubiera presenciado. En las tabernas de la calle Mayor corrían apuestas sobre la suerte del cura, y en Lavapiés ya había coplas burlonas que rimaban Merino con asesino. El juicio, celebrado a toda prisa, fue un espectáculo de la época. El cura no se defendió; más bien se pavoneó de su intento. Aseguraba que Isabel II era una desgracia para España, que su reinado era un carnaval de frivolidad y que Dios le había puesto el cuchillo en la mano. Los periódicos de la Villa se frotaban las manos: la sangre, aunque fuera su ausencia, vendía ejemplares como rosquillas de San Isidro y claro, la sentencia no se hizo esperar: Garrote vil. De este modo, el 7 de febrero de 1852, apenas cinco días después del atentado, Martín Merino subió al cadalso en la plaza de la Cebada. Aquella plaza, que olía a ajo, sardinas y vino peleón, se llenó de madrileños ansiosos de ver cómo terminaba la historia.
Después llegó la burla popular, inevitable en esta villa donde la desgracia se convierte en chiste antes de que se enfríe. «Al cura Merino, ni vino», se repetía en las tabernas de la calle de Segovia y en las corralas de Embajadores. Y así quedó en la memoria: un cura que fue bandolero, un guerrillero que perdió su guerra y un asesino frustrado que fue derrotado por el corsé de una reina. Y es que en Madrid, hasta para las desgracias, uno siempre encuentra su guasa.
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