Enseñar humanidades en el supermercado tecnológico
Los institutos y las universidades no parecen seguir otro modelo que el empresarial, como factorías que producen títulos y cuyos clientes son los alumnos
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Luis Peñalver
Toledo
Cómo ser poetas en tiempos de miseria, se preguntaba Hölderlin en aquellos tiempos románticos que desde la triste atalaya de nuestra época nos resultan tan lejanos. Cómo enseñar en la época del homo oeconomicus, nos preguntamos nosotros ahora, cuando ni los centros ... de enseñanza se escapan de esta lógica funcionalista del beneficio de raíces calvinistas y anglosajonas. Y es que los institutos y las universidades no parecen seguir otro modelo que el empresarial, como factorías que producen títulos y cuyos clientes son los alumnos.
Quien firma este artículo ha visto en las aulas cómo el valor del conocimiento no ha hecho sino devaluarse en las últimas décadas. Con la impagable colaboración de aquellos neopedagogos que empezaron a llamar al recreo «segmento de ocio» y a la pizarra «panel vertical de conocimiento», se ha puesto el foco no en el qué sino en el cómo, o mejor, en el cuánto (número de créditos, número de visitantes del museo o de la exposición, etc.).
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Luis Peñalver AlhambraSe ha puesto toda la atención, y los presupuestos destinados a la educación, en el medio, en la herramienta: plataformas digitales, pantallas digitales, cursos de competencias digitales para el profesorado, tablets con contenidos digitales para los estudiantes. Todo muy digital en un mercado global dominado por la tecnocracia. Hay que estar a la altura de los tiempos, nos dicen. Le ocurre a la palabra «digitalización» lo que al vocablo «bilingüe» o «plurilingüe»: suenan como el abracadabra o la panacea que va a resolver como por encanto todos los problemas de la enseñanza.
Conviene desterrar para siempre los libros, los cuadernos y los lapiceros para sustituirlos por pantallas, como si la vida de nuestros jóvenes no estuviera ya suficientemente «pantallizada». La realidad es que los docentes no sólo están más controlados con esas plataformas, sino que se han llenado de tanto trabajo inútil que ya no tienen tiempo para enseñar ni apenas ganas de hacerlo.
No conozco a ningún profesor de instituto o de universidad, ni a uno solo (quiero decir que siga en activo, pues muchos de los «apóstoles» de los nuevos modelos educativos hace tiempo que desertaron de la tiza y están ahora como inspectores o asesores de nuestras autoridades educativas), que esté conforme con esta creciente «burocratización» de lo que se llama ahora proceso de enseñanza-aprendizaje. En cambio, sí sé de muchos grandes docentes que pidieron la jubilación voluntaria porque no querían seguir siendo cómplices de esta gran farsa o caricatura en la que se ha convertido la enseñanza.
El interés por el cómo y por el cuánto en las actuales leyes e instituciones educativas, con el consiguiente arrinconamiento de las disciplinas humanísticas, es sólo un reflejo de esa «barbarie de lo útil» de la que habla Nuccio Ordine en su clarividente ensayo La utilidad de lo inútil. Hay que ser competitivos, se nos dice a los profesores.
Pero, ¿cómo hacer entender a la lógica del coste-beneficio que lo más superfluo e inútil constituya precisamente lo más apreciado y valioso? A la filosofía, a la música o al arte, le pasa ‒como escribía Gautier‒ lo que a las cosas bellas, que nos humanizan más que las letrinas, aunque éstas sean el lugar más útil de la casa. Como el escritor francés, preferiría quedarme sin botas antes que sin poemas.
Pero volvamos a la enseñanza. ¿Enseñanza de qué? Entre otros valores, estoy convencido de que lo que hay que transmitir a nuestros alumnos es ese valor que hoy cotiza tan a la baja y que quizás sea el único que puede aportarnos alguna libertad en esta sociedad complaciente que se aferra a las cadenas de la ignorancia: hablo, naturalmente, del conocimiento. Y hacerlo, como decía Unamuno, como deben tratarse todos los asuntos humanos: con la cabeza clara, el corazón caliente y la mano generosa.
Pero a veces los institutos o las universidades (con sus programas de asignaturas cuatrimestrales, por ejemplo, que apenas dejan tiempo para hablar de los protocolos) parecen diseñados para mantener lejos el conocimiento. Los actuales planes de estudios resultan con frecuencia tan tediosos para los alumnos como esas instituciones-tanatorios que son algunos museos de los que uno sólo desea encontrar el camino de salida, pues llega a sentir en ellos fatiga, hastío y claustrofobia.
Pensemos, por ejemplo, en el conocimiento de la historia, tan desprestigiado hoy. La historia ha quedado fagocitada por la actualidad e inmediatez de este mercado tecnocrático en el que se ha transformado el mundo. Éste es el mensaje que vende a los estudiantes una sociedad en la que el valor de lo que es digno de conocerse lo decide el valor de mercado: dejemos que los muertos entierren a sus muertos para que podamos cultivar nuestras obsesiones presentes, es decir, la deslumbrante actualidad, el dinero (o las criptomonedas) y, cómo no, nuestras experiencias en las redes sociales.
Desconectar a estos jóvenes de su herencia cultural, de su pasado, forma parte de una estrategia general de desconexión de la realidad. Los algoritmos de Meta o de TikTok, cada vez más eficaces para crear adicción, van así allanado el camino para una completa sincronización: en el ciberespacio la relación de la vida con el pasado se vuelve abstracta, y el tiempo, como todo lo real, queda neutralizado, homogeneizado.
La historia y en general las disciplinas humanísticas están siendo asfixiadas, digámoslo con las palabras de Peter Sloterdijk, por «un nuevo lenguaje mundial unificado que sólo habla de cosas actuales y coincidentes en el tiempo», es decir, de esas cosas que pueden estar en el mercado global, donde el «lenguaje mundial», el capital asigna a todos los bienes un valor de cambio. Pero si se confunde el valor con el precio (cosa de necios), ¿cuánto cuesta un poema de Juan Ramón Jiménez o una novela de García Márquez? No; no resulta fácil ser poeta en tiempos de miseria.
Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid
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