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Análisis

Vuelco al modelo de Estado, la trampa del soberanismo

Cualquier reforma constitucional que acceda a revisar el concepto de «soberanía nacional» en torno a la unidad de España, contemplando otras hipotéticas «naciones», sería una concesión al soberanismo que pondría fin al modelo de Estado tal como se diseñó en 1978

Manuel Marín

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Fuera cual fuera la hipotética reforma constitucional que se planteara en el futuro, necesariamente su alcance quedaría condicionado, y contaminado, por una enmienda global al modelo de Estado consagrado en 1978. Expresiones como la «superación» del Estado autonómico, o el «diseño» de un Estado federal basado en un criterio de «plurinacionalidad» -la famosa «nación de naciones»-, ocultan una trampa que no es inocua porque en el caso de emprender esa senda, la reforma afectaría al núcleo de la soberanía nacional como sujeto activo y exclusivo de nuestro modelo.

Es relevante advertir del peligro que supondría iniciar una revisión del andamiaje de nuestro Estado porque, más allá de la calificación semántica que pudiera merecer tras 40 años de democracia, las consecuencias obligarían a profundos cambios legislativos que pondrían fin al Estado autonómico tal y como lo conocemos. Sería además el primer paso para que esa izquierda que cuestiona la monarquía parlamentaria como sistema representativo idóneo para España, tuviera la coartada para iniciar otra ofensiva social que transformase el modelo en una república bajo criterios de revanchismo: un referéndum sobre la monarquía, la elección directa de cargos unipersonales, la autodeterminación de «los pueblos de España», la supremacía de leyes autonómicas…

Delimitación de competencias, autogobierno y privilegios

Tender hacia una actualización y corrección del sistema autonómico -con una modernización del Título VIII que abordase sin tapujos un nuevo mecanismo de financiación e interrelación entra comunidades, o que acordase la inclusión de las autonomías en la Carta Magna-, sería factible y recomendable. Lo mismo ocurriría con los instrumentos de delimitación de competencias y autogobierno al que aspiran algunas comunidades en su reivindicación insolidaria de derechos históricos . En el fondo, lo admisible sería reparar y perfeccionar lo que no funciona, pero no abrir la vía de escape para construir un sistema federal encubierto que promoviese más agravios entre regiones de los que ahora existen, o que generase derechos y privilegios desiguales ad futurum.

El derecho a decidir como puerta abierta a la autodeterminación

Cualquier modificación que afectase al titular de la soberanía nacional, o que aceptase cualquier regulación del derecho a decidir o de autodeterminación, obligaría a renunciar al concepto de «pueblo español» . Sustituir las «nacionalidades y regiones» con derecho de autonomía (por naciones, por ejemplo) implicaría sencillamente la alteración del complejo equilibrio constitucional con el que España ha tenido el mayor desarrollo de su historia. Asumir premisas de ese tipo conllevaría aceptar que la soberanía correspondería a los territorios y no a los ciudadanos. En cualquier caso, no parece factible que ni siquiera en el supuesto de que el Título VIII experimentase profundas modificaciones, o aun en el remoto caso de que el pueblo español decidiese en referéndum -por la vía de una reforma agravada- la alteración del nombre de nuestra forma de Estado, ello daría satisfacción a las reivindicaciones separatistas.

¿Referendos unilaterales como derecho de las nuevas «naciones»?

Toda regulación futura que albergase la semilla de un referéndum unilateral y no acordado en una comunidad -Cataluña por ejemplo- diseñado como un derecho inalienable, sería tanto como sentar la base de una autodestrucción del sistema de 1978. Porque lo que se pretende, haciendo uso de un criterio extensivo de una supuesta «nación» catalana o vasca, es una regulación por la puerta de atrás del derecho a decidir bajo apariencias amables y eslóganes de generosidad y «diálogo». En cascada, sería tanto como reconocer una suerte de derecho de secesión que no tiene reconocimiento en ningún ordenamiento constitucional del mundo.

Frente al Estado federal de estructura tradicional, la ordenación territorial de 1978 está fundamentada en la aprobación postconstitucional de los Estatutos de Autonomía como marcos regulatorios supeditados a una ley común y superior. Por eso debería ser inviable que se conviertan en textos sustitutivos de la Constitución, o en preceptos pseudoconstitucionales que alteren por la vía de los hechos consumados las normas de convivencia fijadas en 1978.

Lo intentó el País Vasco en 2008 -con el plan Ibarretxe-, y lo intentó Cataluña desde 2005, tras la promesa hecha por José Luis Rodríguez Zapatero a Pasqual Maragall de aceptar «cualquier reforma estatuaria» que fuese aprobada en el Parlamento catalán. Fue un error abrir aquel debate de reformas estatutarias como subterfugio para lograr modificaciones de alcance constitucional sin prever las consecuencias de su rechazo por el TC y de buena parte de la ciudadanía. A posteriori, Rodríguez Zapatero trazó un ambicioso plan de reforma para incluir a las comunidades en la Constitución, que también quedó frustrado. Aquella propuesta tenía cierta lógica, pero planteaba preocupantes problemas de enfoque.

La dificultad del Estado autonómico no será la inclusión de las autonomías en la Carta Magna -su descripción y enumeración-, sino determinar y esclarecer el alcance real que todas ellas están adquiriendo en el proceso de reparto de competencias con el Estado, porque objetivamente hoy se sobrepasan con mucho las previsiones de 1978.

La «singularidad» como factor de agravios y privilegios

El informe solicitado por Zapatero al Consejo de Estado en marzo de 2005 recuerda que los tres principios esenciales de nuestro Estado son la unidad, el derecho de autonomía supeditado a un criterio superior basado en la unidad de España como factor de indivisibilidad, y la solidaridad entre regiones. A ello se unía un conflictivo factor , el de la «singularidad» de unas autonomías frente a otras -el cupo vasco sería un ejemplo-, porque además de generar evidentes motivos de roce, no se determinó en 1978 si esa excepcionalidad tenía fecha de caducidad para ser superada con los años con una mayor soberanía, o si por el contrario se creó con una idea con vocación de permanencia y correctora de tesis separatistas.

Al final, no es un criterio de valoración jurídica el que está en cuestión, sino una ofensiva política ideada para dar por superado el Estado autonómico. Al margen queda otra cuestión determinante: un difícil acuerdo previo para poder avanzar. Porque frente a un concepto centrífugo de la reforma, convirtiéndola en una expansiva excusa para dotar de un autogobierno desbocado a las autonomías, emerge también una idea recentralizadora de competencias que debería recuperar el Estado o, como mínimo, mantener blindadas para evitar el desguazamiento del modelo. Y este no es un debate pacífico.

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