40 años de la entrada de España en la OTAN: Conversiones, trampas y espionaje de la URSS

El 30 de mayo de 1982 España se convirtió en el 16º miembro de la Alianza. El diplomático Javier Rupérez y el general Sanz Roldán fueron actores y testigos de un proceso de entrada crítico en plena Guerra Fría, donde no faltaron conversiones, trampas ni el sabotaje de los espías de la URSS

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Inauguración el 6 de junio de 1982 de la primera Asamblea General de la OTAN a la que asistió España, con Calvo-Sotelo, Reagan y Thatcher en primera fila Efe

Hay en el vestíbulo del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) una placa que honra a esos agentes caídos en acto de servicio que nunca salieron en los telediarios, aquellos -se dice- «cuyo nombre solo Dios conoce», y entre los que se cuenta más de uno ... que perdió la vida víctima de un combate feroz y silencioso contra los espías que lanzó la URSS en su intento por evitar como fuera que la España de la transición ingresara en la OTAN. No faltaron operaciones, cuentan los que saben, que dejarían en peliculitas de sobremesa las tramas de John le Carré. Y hasta ahí se puede contar.

Si las malas artes de Leonidas Bréznev, que incluyeron gravísimas injerencias, memorandos incendiarios, amenazas y acciones suicidas de desinformación contra los gobiernos de Adolfo Suárez y de Leopoldo Calvo-Sotelo, recuerdan al hostigamiento que Rusia está ejerciendo hoy para tratar de doblegar el interés de Kiev por incorporarse también al Tratado, hay motivo. La tensión estos días en ese teatro trae de plena actualidad la no menor presión que sufrió España hace ahora 40 años.

«Los ucranianos están buscando lo que España consiguió en 1982, exactamente lo mismo. Prácticamente no existía entonces el mundo digital, pero la URSS hizo lo posible y parte de lo imposible para que España no entrara en la Alianza», sentencia el diplomático Javier Rupérez. Responsable entonces de Relaciones Internacionales de la UCD en el poder, durante la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (1973-75) había constatado la dolorosa soledad española -«asistimos 35 países, solo dos no pertenecían a ningún grupo: el Vaticano y nosotros», lamenta- y con las lecciones aprendidas, fue el atlantista de cabecera de dos presidentes, amén de primer embajador nombrado ante la Organización.

Afirma que si en aquella coyuntura de los primeros 80 «España no hubiera entrado en la OTAN, nunca lo hubiera hecho y quizás nunca hubiéramos entrado en las Comunidades europeas» . Fue, dice atendiendo a las discrepancias domésticas, tan vinculadas a la lógica de la Guerra Fría, en «el último momento», con una UCD en descomposición y a meses de que conquistara La Moncloa el PSOE de Felipe González. El líder, como él mismo se autoproclamaría en 1980, de una «oposición sistemática, rigurosa y dura» a la adhesión.

Formalizar una alineación

Aquel famoso 'OTAN de entrada, no' que inauguraría las promesas incumplidas del socialismo acabó en nada porque quien fuera canciller alemán, Helmut Kohl, advirtió a González que ni se le ocurriera salir de la Alianza. Y le convirtió. Lo refiere Rupérez, testigo íntimo y actor principal de un proceso político que supuso acceder por fin al club «de las democracias parlamentarias, de Europa y de Occidente», de cuyo espacio de encuentro llevaba España alejada tantas décadas por obra del franquismo. Como también fue partícipe, en un papel inicialmente más discreto y en el ámbito de lo militar, el exdirector del CNI y ex jefe de los Ejércitos, Félix Sanz Roldán, que siendo un joven capitán que hablaba inglés, se sentó en 1977 para actuar de secretario en el Estado Mayor Combinado Hispano-norteamericano previsto en los acuerdos bilaterales con Washington. Ronald Reagan, como sus antecesores, esperaba impaciente la incorporación a la OTAN de una España que con la aprobación de la Constitución en 1977 y las elecciones de 1979, cumpliría los requisitos exigidos para sumarse a la Alianza y formalizar así un alineamiento que venía de atrás.

«Sin España no se podía defender Europa», contextualiza el general, que subraya que la posición geoestratégica clave del país, unida al despliegue en el Estrecho de una excepcional artillería «de última generación» , -el grupo SAM de misiles Hawk, con un alcance de 30 kilómetros, complementario de los radares británicos instalados en Gibraltar-, fue un valor que se hizo respetar en las conversaciones con la Alianza. Solo así se entiende que los quince miembros de la OTAN, -Bélgica, Francia, Luxemburgo, Países Bajos, Reino Unido, EE.UU y Canadá, Dinamarca, Italia, Islandia, Noruega y Portugal (fundadores en 1949), Grecia y Turquía (1952) y República Federal Alemana (1955)- aceptaran el ingreso español en diferido: el político, el 30 de mayo de 1982 y la muy posterior integración en la estructura militar en 1997, siendo ya presidente José María Aznar. Lo que fue posible gracias al precedente de Charles De Gaulle, que en 1966 había expulsado a la Alianza de la que había sido su sede en París retirándose a la vez del mando integrado y de cualquier obligación de enviar tropas aquí o allá, pero no de su compromiso leal con la defensa colectiva. Vino a ser un modelo de estar en la OTAN a la carta.

Sanz Roldán, -que negoció a partir de 1989 en Bruselas los Acuerdos de Coordinación para concretar la contribución española al Tratado, en concreto los referidos a la defensa del territorio nacional y el de su uso como base logística-, rememora que siendo ministro de Defensa Narcís Serra, las instrucciones del Ejecutivo del PSOE para navegar en las procelosas relaciones atlánticas siempre fueron: «que cualquier cosa que hiciera Francia, nosotros lo mismo, sin preguntar». Lo que valió para modular a la baja las obligaciones que se adquirieron, entre ellas la financiera -«como Francia, España solo pagaría por lo que consumiera»- o la de participar solo en las misiones que se decidiera, analizándolas caso a caso, algo que ayudó a calmar a los más reticentes.

Choque de bloques

Pero eso fue mucho después de que se sellara la pertenencia al Tratado, un paso otánico que muchos, dentro y fuera, quisieron hacer descarrilar y que al cabo supuso el acomodo de España en la escena internacional una vez superada la dictadura y el pilar donde se articularía en adelante la acción exterior.

Desde fuera, ya se ha mencionado, la intervención soviética fue descarnada. «En aquel momento en la OTAN había fragilidades internas, que se ampliara era un reconocimiento de su fuerza y la constatación a la vez de que nadie quería entrar en el Pacto de Varsovia... porque la única ampliación posible de los bloques era España», sitúa Javier Rupérez.

En lo interno, el debate en el Congreso que acabó amparando la solicitud de adhesión al Tratado por 186 votos contra 146, fue de «una gran brutalidad», certifica. De un lado, la UCD y AP, enfrente los socialistas y el PCE, cuyo comité federal había reivindicado en 1980 «la tradición de casi dos siglos de neutralidad de España». Curiosa apropiación por la izquierda de aquello de la neutralidad que, refresca Rupérez, fue donde se refugió un Franco «que se sentía minusvalorado por los americanos».

Bien es cierto que Suárez -sin política exterior, volcado en asegurar los consensos dentro, que la sola mención de la Alianza ponía en riesgo- había estado en 1979 en la Cumbre de Países No Alineados de La Habana. Pero también que, en otra conversión, «el 23 de enero de 1981, en una conversación privada, -explica el diplomático- me dijo 'Javier, he decidido que entremos en la OTAN'... El problema es que dimitió cuatro días más tarde». En su investidura, perturbada por el golpe de Estado del 23-F, sería Calvo-Sotelo quien verbalizó de forma inequívoca la voluntad de la adhesión. «Quedarse fuera era quedarse en las tinieblas exteriores del aislamiento internacional», invocó.

Narra Rupérez que hasta el último minuto hubo maniobras para frustrar el ingreso. A saber: a la Alianza se entra solo por invitación unánime de sus miembros y una vez logradas, la Cámara Baja acabó bendiciendo cursar la petición formal un domingo, con el fin de impedir que el Pasok de Yorgos Papandreu, como esperaba Felipe González, pudiera interrumpir aquello . De hecho, ese mismo día festivo el encargado de Negocios de la legación española en la capital estadounidense corrió a depositar en el Departamento de Estado la solicitud parlamentaria de adhesión. Era Alonso Álvarez de Toledo, al que en reconocimiento por aquella diligencia atlántica suya, el PSOE enviaría luego de embajador ni más ni menos que al otro lado del telón de acero. En concreto a la República Democrática Alemana, o como él mismo escribiría en sus memorias, «al país que nunca existió».

Jamás antes en la sociedad española hubo un debate sobre las cosas del exterior de la envergadura del que suscitó esto de la OTAN, precursor si acaso del que con el tiempo desencadenaría la entrada en la CEE, germen de la Unión Europea, y solo mucho después, la intervención en 2003 en la guerra de Irak. A entender de los historiadores, la pésima percepción social de lo que implicó aquella entrada cabe atribuirla fundamentalmente a la campaña de rechazo que espoleara aquel PSOE en imparable ascenso que logró 202 escaños en la Cámara Baja en octubre del 82. Mareante mayoría a costa de lo que pareció un fraude masivo. «Felipe González sabía o intuía lo que tenía que hacer, pero públicamente engañó a su gente con lo del 'no'», concede Javier Rupérez.

Como es conocido, el referéndum que convocó en 1986 fue que sí. La papeleta, subraya el general Sanz, tenía escrita lo que se puede considerar «la primera política de Defensa de España»: seguir en la Alianza pero sin incorporación a la estructura militar; el 'no' a las armas nucleares y la reducción las bases nortemericanas. Nueve millones de españoles votaron a favor, un 56,8% de los participantes que, a título de anécdota, fueron entre otros todos los oficiales del Ejército, a los que aquel Gobierno de la conversión otánica obligó a pasar por las urnas para garantizarse que de salir de la OTAN, nada de nada.

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