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Cataluña y la fatiga de España

Artur Mas ha admitido que no podrá celebrar su consulta soberanista. Pero el problema catalán, de hondas raíces históricas, persiste

Cataluña y la fatiga de España

guillermo d. olmo

Cataluña, siempre Cataluña. En su portada de 15 de marzo de 2012, ABC proclamaba con grandes caracteres tipográficos: «Cataluña, tenemos un problema». Más de dos años después, el columnista de «La Vanguardia» Antoni Puigverd trataba la Transición y afirmaba que «Cataluña ya era entonces el problema, como siempre». Normalmente, resulta difícil encontrar puntos en común entre la opinión publicada en Madrid y en Barcelona. La pertinaz naturaleza problemática de Cataluña y su encaje en el universo español es una de esas escasas coincidencias.

Desde comienzos del siglo XX, la peculiaridad catalana ha dado pie a infinitas polémicas periodísticas, enervados debates políticos, controversias historiográficas, insurrecciones y revueltas, intervenciones militares, y estatutos de autonomía de desigual fortuna, sin que ninguno de todos los procelosos avatares que la historia registra haya permitido resolver definitivamente una tribulación que es una de las más características del alma contemporánea española. El último hito: la fallida consulta sobre la independencia que el presidente de la Generalitat, Artur Mas , secundado por la mayoría del arco parlamentario catalán, quería celebrar el próximo 9 de noviembre y que el Tribunal Constitucional ha desactivado.

La retirada de la consulta no cierra la crisis política abierta ni la problemática social latente. Los resultados de las encuestas revelan un enorme y rápido incremento de los partidarios de la independencia entre los catalanes. Si en enero de 2013, estos apenas alcanzaban el 15% de los encuestados, en los últimos sondeos esa cifra se dispara por encima del 46%. Así que sí, España tiene un problema en Cataluña, un problema que sigue vigente.

La pregunta es cómo se ha llegado hasta aquí, cómo España se ha convertido en una idea repudiada por muchos de los habitantes de uno de sus territorios de mayor importancia en todos los sentidos. Para Josep Ramón Bosch, presidente de la plataforma Societat Civil Catalana , que en los últimos tiempos se destaca en la lucha por contrarrestar el discurso separatista de Mas y sus aliados, el gran fallo ha sido que «a los catalanes que creemos en España nos han dejado solos, ha habido un vacío sentimental de España». Este silencio e invisibilidad de la que la Constitución consagra como «patria común e indivisible de todos los españoles», también de los catalanes, se ha prolongado durante los ya casi cuarenta años que han pasado desde que el presidente Suárez impulsó la restauración de la Generalitat, cuyos sucesivos rectores han contribuido sin tapujos a esa continuada preterición del sujeto España. A la dejación del poder central se ha sumado el activismo segregador de unos dirigentes autonómicos a los que muchas voces acusan ahora de premeditada deslealtad. En palabras de Françesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional y colaborador habitual en la prensa de Madrid y Barcelona, «el nacionalismo ha convertido España en una palabra prohibida» en su afán deliberado de cimentar año a año la secesión.

«El nacionalismo intenta reescribir la historia, como el Franquismo»

Instrumento fundamental de esta política ha sido el control de los medios de comunicación, que el Govern ejerce sobre todo a través del mecanismo de las subvenciones. Un portal como www.naciodigital.cat , cuya audiencia se ha disparado en los últimos años en paralelo al auge del discurso soberanista, recibe, según reconoce su propio director, Salvador Cot, ayudas públicas por valor del 10% de su presupuesto total. Una cabecera histórica como La Vanguardia ha percibido también cuantiosos fondos para la difusión de su edición en lengua catalana. Capítulo aparte merecería TV3, la cadena autonómica de televisión.

«Vacío de España»

El constante martilleo de las tesis nacionalistas sobre la opinión pública ha agravado las consecuencias de la desidia, cuando no la torpeza, de los agentes, también los oficiales, que podían haber hecho pedagogia de la unión. Incluso un reconocido soberanista como Cot se muestra sorprendido: «Existen buenos argumentos para defender la permanencia en España, pero nadie los da porque no se desciende al debate». Muchos catalanes contrarios a la independencia lamentan que desde Madrid, en lugar de subrayarse el valor de la imbricación afectiva forjada durante siglos de historia común, se ponga el énfasis en los peligros y problemas que habría de afrontar un hipotético estado catalán. Las advertencias de expulsión del euro, de la UE y de todos los clubes internacionales de los que forma parte España suenan antipáticas si no se complementan con una melodía más cordial. El hecho de que uno de los más frecuentes portavoces del Gobierno sobre este tema haya sido el ministro de Asuntos Exteriores se considera un error tan grueso como inexplicable.

José María Serrano Sanz, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, ha denunciado en un artículo «la notoria pasividad de las élites españolas, que parecen desentendidas del problema o incapaces de argumentar sobre las virtudes de la unidad. Hay en ello cierto aroma a nación vieja y cansada, acaso sobrada de razones pero escasa de voluntad». Es el tópico añejo, pero al parecer todavía vigente, de la España decadente que ya expresó Ortega y Gasset cuando en su celebrada «España invertebrada» aseguró que «España se va deshaciendo, deshaciendo… Hoy ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo». Han pasado cien años de la sentencia del gran Ortega y ahí siguen tanto España como el nacionalismo catalán.

Pero volvamos al presente. ¿Quiénes son todos esos que ahora engrosan la porción de tarta de partidarios de la independencia que reflejan los sondeos? Todos los análisis coinciden en que, aunque no en exclusiva, el soberanismo se nutre en gran medida de los jóvenes. Para Bosch, de Societat Civil Catalana, la explicación estriba en «un sistema educativo que es una máquina de fabricar independentistas». Josep María Fradera, catedrático de Historia en la Pompeu Fabra, por el contrario, descarta esta idea como «peregrina» y la achaca a un mito negativo que pesa sobre la escuela catalana.

Una opinión menos académica pero quizá esclarecedora es la de Pablo Skaf, inmigrante argentino que residió muchos años en Madrid y ahora vive en Barcelona: «Antes de instalarme aquí pensaba que los independentistas eran extremistas fanáticos, pero lo que veo es que generalmente son chavales que han llegado a la conclusión de que, simplemente, les iría mejor con la independencia», señala. Bosch corrobora que muchos de los independentistas lo son de nuevo cuño y muchos de sangre no catalana: «Los hijos de los charnegos que antes votaban al PSC han pasado a apoyar a ERC». Se trata de un nacionalismo sobrevenido y pragmático, no sentimental, que algunos justifican en un supuesto maltrato estatal a Cataluña. El periodista Quico Sallés lo ejemplifica con el servicio de trenes de Cercanías, no transferido a la Generalitat: «El Estado tenía la oportunidad de usar a Renfe como estandarte para prestar un gran servicio y dar una imagen de eficacia, pero, lejos de eso hay averías y retrasos permanentemente». El mantra del «Espanya ens roba» coge vuelo con cada incidencia en los andenes del cinturón industrial de Barcelona.

Los hijos de los tradicionales votantes del PSC se han pasado a ERC

Aparte de los que han abrazado la «estelada», están los que han crecido envueltos en ella. Es el caso de Anna Arqué , militante muy popular en los círculos independentistas. El suyo es un discurso todavía más visceral. Según explica a ABC en conversación telefónica, ella cree que «España no existe, lo único que existe es el Estado español, que es una idea que ha sido impuesta a los catalanes». Arqué representa la voz de los más acérrimos defensores de la secesión y de los activistas que llaman a la desobediencia para vulnerar un marco legal que imposibilita la utopía con la que sueñan, un sector minoritario pero muy ruidoso y movilizado que el malogrado plan de Mas no ha hecho sino encabritar.

Discursos beligerantes como el de Arqué beben de una visión sesgada del pasado que el poder autonómico no ha dudado en fomentar con iniciativas tan controvertidas como la celebración de un congreso historiográfico titulado «España contra Cataluña». Asegura que «el conflicto empezó cuando los Borbones castellanos ocuparon las instituciones catalanas». Se refiere Arqué a la Guerra de Sucesión, que concluyó en 1714 y que en el imaginario nacionalista se ha convertido en el hito inicial de una supuesta opresión secular española, una contienda en cuya reivindicativa conmemoración no escatima esfuerzos ni dinero público la Generalitat. Para el historiador Fradera, «lo que se está haciendo con 1714 no es historia sino historicismo, se está intentando reescribir la historia». El profesor de la Pompeu Fabra cree que el relato que el hegemónico nacionalismo intenta inocular a la ciudadanía «parte de la premisa falsa de confundir al proyecto nacionalista con el conjunto de la sociedad catalana» y traza una inquietante analogía con épocas pasadas: «Como en el Franquismo, se está intentando escribir una historia oficial».

Una destacada militante pro independencia asegura que «España no existe»

Hay otra fecha más reciente tatuada en la memoria del soberanismo: 2010, cuando el Tribunal Constitucional dictó su ya histórica sentencia en la que recortó el nuevo estatuto de autonomía que ya había sido refrendado por el Parlament, el legislativo español y el pueblo catalán en referéndum. El problema catalán tiene hondas raíces históricas, pero la actual bola de nieve empieza a rodar ahí. El presidente Rodríguez Zapatero se había aventurado a prometer que el Congreso aprobaría el «Estatut» que enviara la Cámara catalana. La audacia de ese texto, que arrancaba con la afirmación de que «Cataluña es una nación» y del gobernante que lo había alentado, junto al recurso presentado por el Partido Popular, obligaron a los magistrados de un tribunal cuestionado por haber expirado el mandato de varios de sus miembros a un ejercicio rayano en el funambulismo jurídico. Su resolución no sirvió para enmendar el estropicio. Es ahí cuando en la mayor parte del espectro político y social de Cataluña arraiga una convicción que ofende y escandaliza en muchos círculos políticos y periodísticos del resto de España, la de que el pacto de la Transición se había agotado definitivamente. El fallo del Constitucional fue, a ojos del catalanismo, la estocada final.

El efecto de la crisis

A ese desencanto se han sumado además los estragos de una crisis económica duradera y severa que ha convertido a España en un país más pobre y endeudado, ha llevado a dolorosos recortes en los servicios públicos y en el escenario catalán ha dado alas a las voces que propagan sin descanso la queja de un supuesto agravio permanente respecto a otros territorios a los que se caracteriza como parasitarios de la industriosa Cataluña.

Así se llega al contexto actual, en el que, en palabras de Joan Ridao, que fuera portavoz parlamentario de ERC en el Congreso de los Diputados, se vive «una gran fatiga, un empate infinito de impotencias», la española por solucionar definitivamente el problema catalán y la catalana por encontrar acomodo en España o, como alternativa, romper con ella. Ahora, descartada la consulta unilateral promovida por el president Mas, parece todavía más difícil restablecer los puentes y aliviar la frustración de un fracaso cuya obviedad fue evidente desde el primer momento en todas las instancias españolas e internacionales, no así en algunas catalanas.

Con todo, hay quien ve en la escasez de opciones un motivo para el optimismo. Fradera vaticina que «esto solo puede acabar con un pacto, como fue el de la Transición, un pacto que pasa por que los catalanes sepan más de resto de España y en el resto de España sepan más de los catalanes». El profesor Fradera ve a diario en su campus que esto es posible: «Aquí tenemos estudiantes andaluces y de otros lugares de España. Se relacionan estupendamente con los catalanes y todos ellos a su vez con los que vienen del extranjero. Estos jóvenes reflejan que esta es la era de la integración, no de la ruptura».

En definitiva, y retomando a Ortega, quizá quepa todavía esperar una solución para un contencioso con visos de perpetuidad. Porque si España parece a veces un ser al borde de la lasitud, recordaba el histórico pensador que «la fisiología ha notado que sin un mínimo de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse para que pueda nutrirse. Es preciso que el organismo reciba frecuentemente pequeñas heridas que lo mantengan alerta». Cansada y herida, casi un siglo después de publicadas las reflexiones orteguianas, España continúa su singladura histórica y, como entonces, lo hace con Cataluña a bordo.

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