Buena cocina, buenos alimentos
El éxito de nuestros cocineros en el mundo pone en valor la alta calidad de las materias primas españolas, que se unen a técnicas innovadoras y, por encima de todo, mucha creatividad
carlos maribona
Alimentos de alta calidad, técnicas innovadoras y mucha creatividad. Esas son las tres principales armas que han situado a la cocina española en los últimos años en un lugar de privilegio en el panorama mundial. Tanto que puede decirse que hoy en día nuestros ... cocineros son los mejores embajadores de España en el mundo. Como afirma el más destacado chef español del momento, Joan Roca, del triestrellado El Celler de Can Roca (Gerona), considerado como el mejor restaurante del mundo, «esto es algo serio que está atrayendo a numerosos turistas gastronómicos, poniendo en valor nuestros alimentos, proyectando una imagen muy positiva y consiguiendo unos ingresos para España. Es hora de que la gente empiece a creer en este fenómeno». Palabras que definen perfectamente la importancia que la cocina española tiene en el mundo y lo poco conscientes que en ocasiones somos de ello.
Abanderados por Ferran Adrià, reconocido como el cocinero más influyente de la última década, un nutrido grupo de profesionales ha desarrollado revolucionarias técnicas de trabajo y marcado nuevas tendencias en la cocina que se imitan y se admiran fuera de nuestras fronteras. Desde hace unos años, la gastronomía contribuye, como pocas otras actividades, a reforzar la marca España. Algo que nuestras autoridades han tardado en comprender.
Han sido los propios cocineros quienes han tenido que ir abriendo puertas. Que uno de los chefs más populares y admirados de los Estados Unidos en los últimos tiempos sea un español, José Andrés, que triunfa en Washington y Los Ángeles con sus restaurantes, no es más que el reflejo de ese esfuerzo individual de los chefs apoyados en el prestigio internacional del que goza nuestra cocina. Y con José Andrés, otros cocineros como Dani García, Sergi Arola, Nacho Manzano, Marcos Morán o Paco Pérez, que dejan su impronta en ciudades de todo el mundo. Y de paso, y tal vez esto sea lo más importante para nuestro país, van abriendo camino en los mercados internacionales a la exportación de productos de nuestra tierra, desde el aceite y el jamón ibérico hasta los vinos, los quesos o las conservas. Algo nada desdeñable en tiempos de dificultades económicas como las que atravesamos y que beneficiará a los alimentos españoles en los próximos años.
Cierto es que España es desde siempre un país con una riqueza culinaria única . Una extensión geográfica relativamente pequeña con tal cantidad de rasgos, de señas de identidad y de elementos diferenciales gastronómicos que admite pocas comparaciones. Productos y cocina excelentes, propios como decía Gregorio Marañón de un pueblo viejo como el nuestro. Y es que más que hablar de cocina española hay que hablar de cocinas regionales que acaban formando un todo. Cocinas regionales que conservan y mantienen sus señas de identidad frente a las tendencias uniformadoras que imponen los tiempos modernos con su corriente globalizadora.
Esto ha sido posible gracias a la fuerte personalidad de esas cocinas regionales, algunas más conocidas que otras pero todas espléndidas. Todas, en su variedad, marcadas por la materia prima. Y todas unidas por lazos comunes.
Sin embargo, nuestra cocina no deslumbraría en el mundo si no fuera por la revolución que se produjo mediada la década de los 70 del pasado siglo cuando un grupo de jóvenes cocineros guipuzcoanos, encabezados por Juan Mari Arzak y Pedro Subijana, trajeron a España desde la vecina Francia lo que entonces se llamó la nueva cocina vasca. Un cambio radical en la forma de entender la gastronomía. Por primera vez, el cocinero no se limitaba a copiar los recetarios tradicionales heredados de generación en generación y se convertía en creador. Una nueva cocina que cuajaría un par de décadas después en un movimiento creativo único que ha removido los cimientos gastronómicos
Manuel Vázquez Montalbán, tan buen escritor como excelente gourmet, el hombre que quitó a la izquierda española el complejo hacia la cocina en general y hacia la alta cocina en particular, el comunista que rompió el tópico de que el gusto por la buena cocina solo puede estar asociado con ideas políticas conservadoras, dejó escrito que en España la única revolución cultural seria tras la muerte de Franco había sido la gastronómica. Esa revolución cultural-gastronómica favoreció que los españoles hayan aprendido a comer mejor y que sean mucho más exigentes con la calidad de los alimentos. Y también favoreció la aparición de cocineros como Ferran Adriá y otros muchos genios de los fogones que se han situado, y han situado a España, en la vanguardia mundial.
Gracias a Adriá, la imagen de España sale reforzada. Lograr, como él logró, una portada en el «New York Times Magazine» o en el suplemento dominical de «Le Figaro» no supone solo un éxito para él. Es un éxito de España, de su cocina, y la proyección de una imagen moderna y creativa hacia el exterior. Ferran y varios grandes cocineros españoles de talla internacional investigan y desarrollan nuevos caminos que luego otros aprovecharán para el día a día. La moderna cocina española es, hoy por hoy, la mejor, la más innovadora, la más técnica, la que todos los jóvenes cocineros del mundo quieren imitar o al menos inspirarse en ella.
Las demandas para hacer prácticas en los restaurantes españoles, procedentes de chicos de todos los rincones del planeta, desborda de largo la capacidad de admitirlos. Es la nuestra una cocina que crea escuela. Como todo lo vanguardista, no es una cocina para mayorías. Al contrario. Pero de ese trabajo de creatividad, de innovación, de esas técnicas quedarán cosas para la cocina del día a día.
Y junto a esa cocina innovadora y moderna, la cocina de siempre, que se basa también en la excelente calidad de los alimentos que tenemos en España y en la trasmisión de recetas de padres a hijos. Es la vuelta a la tradición. Circunstancia que no es incompatible con el trabajo de vanguardia de algunos cocineros. En contra de lo que algunos dicen o escriben, tradición y vanguardia no compiten ni se oponen, se complementan. Llama la atención la fuerte recuperación en los últimos años de restaurantes de cocina popular, de la de toda la vida. La gente busca sus raíces, sus orígenes, los sabores de la memoria. Esos platos que antes no se pedían en un restaurante porque los hacían mejor la madre, la abuela, la esposa. Y que ahora ya no se hacen en casa por lo que hay que buscarlos en el restaurante. Y entre vanguardia y tradición un espacio cada vez mayor para un tercer camino, el cocinero creativo que evoluciona a partir de la tradición, para elaborar platos reconocibles en la memoria pero adaptados a una nueva forma de entender la cocina.
El éxito de nuestra cocina va ligado al interés creciente de la sociedad española por la gastronomía. Hoy hay buenos restaurantes en cualquier rincón de España. Y no solo de cocina tradicional. La gastronomía empieza a dejar de ser el coto reservado de unos pocos gourmets para llegar a mucha gente, especialmente las nuevas clases medias urbanas. El espacio que le dedican los medios a la cocina, la publicación anual de cientos de libros, o los blogs gastronómicos, demuestran que hay ganas por saber, por probar, por debatir, por intercambiar experiencias.
Y todo ello unido a un fenómeno fundamental, la recuperación del producto, del buen producto, como base de todo. Curiosamente es ahora, cuando vemos en peligro el futuro de muchos alimentos, cuando empezamos a darnos cuenta de lo que valen y de su importancia. Una sociedad culta es aquella que distingue lo bueno de lo malo y está dispuesta a pagar más por aquello que lo merece. Y eso empieza a pasar en el mundo de la gastronomía. Y, dentro de este fenómeno, un apunte. No hay nada más terrible que comprobar la monotonía de muchas cartas, restaurantes que están bien lejanos geográficamente y cuya oferta es casi clónica. Muchos cocineros creen que no son nadie si no ofrecen foie-gras, o si no ofrecen vieiras, o si no le ponen bogavante a cualquier cosa. El resultado es una cocina aburrida, repetitiva, cansina. Y no es que un buen foie-gras no esté bueno; ni una vieira de exposición sea para rechazarla; ni la visión de un bogavante del Cantábrico no emocione. Pero la repetición, el abuso, aburren. Por eso empieza a valorarse la apuesta por los alimentos de temporada, los más próximos a cada cocinero, los que puede conseguir con mayor facilidad en su entorno. La estacionalidad se convierte así en un elemento fundamental de la buena cocina. Cada cosa hay que comerla en su tiempo, en su momento. Los tomates son una hortaliza de verano y no tiene sentido comerlos en invierno. La trufa negra es un producto de invierno y no puede estar igual en verano. Aprenderlo es fundamental. Sin buenos alimentos, no hay buena cocina. Y en España, por suerte, tenemos ambas cosas.
Buena cocina, buenos alimentos
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete