Abc de la caza
Las quemas controladas para la lucha contra el fuego
La voracidad de los incendios quema campo, vidas y sueños, mientras se sigue ignorando a quienes viven en el medio rural
La Federación Andaluza de Caza presenta a la Junta una propuesta para recuperar las capturas del silvestrismo
Juan del Yerro
Madrid
El Pozo del Tío Raimundo es un barrio de la zona de Entrevías, en el distrito de Puente de Vallecas, de Madrid. Al parecer, debe su nombre a un labrador, el tío Raimundo, que junto con otros agricultores decidieron mantener allí un ... abrevadero para el ganado que pastaba en aquellos terrenos.
Muchos de los nombres que encontramos en nuestra geografía, marcadamente en las zonas rurales, responden a hechos relevantes o a personajes que algo hicieron o tuvieron en el sitio. Los hay que, por su importancia, son fáciles de adivinar. La conocida Silla de Felipe II, una simple roca de granito en la que tallaron una escalera para que Su Majestad pudiera subir y ver desde allí cómo avanzaban las obras del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, es un ejemplo conocido por el público en general, al menos el público de Madrid.
Otros parajes o lugares con nombre propio no son conocidos en absoluto por el público, y si lo son, en la mayoría de los casos no se sabe su origen.
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Cuando el inolvidable Alfonso Urquijo y su íntimo amigo Paco León empezaron a escribir su 'Bestiario de Sierra Morena', libro de fábulas e historias contadas por animales que se publicó de forma póstuma cuando Alfonso ya se había ido, una de las labores de documentación más complicadas para ellos fue no sólo ser precisos con los nombres de los lugares que describían, sino conocer el origen de esos nombres.
Me lo contaba el propio Paco. Si oímos hablar de la vaguada de las carboneras, no es sencillo conocer –salvo que te lo cuenten– que el nombre se debe a que allí hacían los antiguos carboneros sus pilas de leña de encina para, cubiertas de tierra y quemando durante días con una pequeña apertura a modo de chimenea en la parte superior, hacer carbón. Excuso decir cuando te hablan del Collado de Piernillos o de la Garganta de Mira.Es una enorme riqueza de datos que sólo se mantienen registrados por la transmisión oral de padres a hijos, para así conformar parte de lo que nos gusta llamar cultura popular, tan vapuleada hoy en día por la falta de nuevas generaciones en el medio rural, por una parte, y por el empeño político de no prestar el menor aprecio a esa cultura, por otra.
Existe un lugar en la icónica Sierra de Gredos al que llaman 'los chopos del ingeniero'. El Macizo de Gredos, además de ser el conjunto montañoso más emblemático del Sistema Central, es un ejemplo de superación en el ámbito de la biodiversidad y riqueza medioambiental. Sobrevivió a una tala excesiva de leña en los tiempos previos y posteriores a la Guerra Civil, y también a una casi extinción de su especie más única, el macho montés, por una caza furtiva y descontrolada a finales del siglo XIX.
En este idílico lugar, en el que la regulación y organización de la caza no sólo consiguió recuperar la cabaña de monteses, sino convertirla en un ejemplo internacional de buena gestión, dos factores han influido negativamente, durante los últimos 20 años, en su buena evolución. Por una parte, la reducción masiva de la ganadería extensiva, consecuencia bien conocida de la despoblación rural. Por otra, más importante, la prohibición absurda de las quemas controladas. Y me atrevo a calificarla de absurda porque no hay en la zona un solo hombre de campo, agricultor, ganadero, o vecino de los pueblos, que no critique dicha prohibición. La Administración pública, sin embargo, ignora las quejas.
La única forma de mantener limpia de maleza la sierra, con pastos de renuevo atractivos para los animales, alejando además el riesgo de incendios en verano, es mediante las quemas controladas en invierno o primavera. Una hectárea aquí que se parará donde empieza el nevero, y otra allá donde la pradera se apoya en el risco. Lo han hecho los habitantes de sus pueblos durante generaciones, y así han conseguido, esos sabios locales –los mejores conocedores del medio ambiente y conservación de los recursos naturales– que esa joya que ahora estamos destruyendo llegue hasta hoy. Quemaban, además, en el momento correcto, en marzo o en abril, cuando el fuego no afecta a la raíz por estar todavía fresca.
Esa prohibición general contemplaba la posibilidad de solicitar excepciones. Son permisos aislados para quemas en unas determinadas condiciones. Y así, en una ocasión se consiguió uno de esos permisos para quemar 80 hectáreas con una inclinación determinada de manera que no se produjera erosión, límites naturales a la zona de quema propuesta, definidos por arroyo o roquedal, y demás obviedades técnicas. Se fijó la fecha para un 16 de marzo de hace ya unos años. El alcalde del pueblo se había ofrecido a quemar las 80 hectáreas sin coste para la Administración, pero su amable ofrecimiento fue declinado.
Aparecieron tres vehículos todoterreno con una dotación de 12 hombres bien equipados y uniformados. Un cuarto vehículo sirvió para hacer llegar al ingeniero como comandante de la operación. Decidieron situarse a una distancia prudencial de unos 800 metros, para controlar visualmente desde unos robles centenarios. La orden de quema se cursó por radio. El alcalde del pueblo del término, experimentado ganadero y pastor en la sierra, estaba presente. Las llamas empezaron a tomar fuerza, tampoco mucha. Se trataba de brezo bajo y algunos piornos.
Un nevero por arriba de la zona marcada daba completa seguridad. Las llamas empezaron a crecer en los prismáticos del ingeniero y éste empezó a ponerse nervioso. «¡Que venga el helicóptero y apague!», fue su segunda orden por radio.
El estruendo del helicóptero llamó la atención de dos agentes del Seprona, en patrulla por la zona, que llamaron al alcalde. «¡Qué estáis haciendo!», dijeron. El alcalde, sin saber muy bien qué hacer, pasó el teléfono al ingeniero. «¡Estamos aquí, a los pies de unos chopos, controlando una quema autorizada!». «¿Unos chopos?», dijeron los del Seprona. «Bueno, unos árboles grandes que se ven bien por ser los únicos en esta ladera», contestó el ingeniero. Conclusión: de las 80 hectáreas se quemaron unas 17. Desconozco el presupuesto aplicado, pero supongo que descomunal comparado con el chisquero de un pastor sentado a la vera del nevero para comprobar que el fuego se extingue sólo al llegar; y esos viejos robles se quedaron, ya para siempre, de generación en generación, con el nombre de 'los chopos del ingeniero'.
Escribo estas líneas con ira contenida. Sigo las noticias de los varios fuegos que asolan nuestras sierras. Nadie en su sano juicio puede entender que la mayoría de esos fuegos sean provocados. Ninguna persona honrada, ninguna persona de bien, puede entender los motivos que pueden llevar a alguien a prender una chispa cobarde que acabe con tanta riqueza forestal, con nuestra destacada biodiversidad, con tantos años de cuidados y esfuerzo de las personas que habitan nuestra España rural. En muchos casos, con tantas vidas.
Me gustaría poder felicitar a la Administración pública por las medidas tomadas para evitar los fuegos, pero desgraciadamente sería inmerecido.
Un ecologismo mal entendido, excesivamente politizado y sectario, cuya única medida es prohibir sin tomar conciencia de lo que esas prohibiciones generan, se convierte en un enorme problema cuando debería ser la solución. La falta de apoyo al medio rural, que ve las aparentes medidas proteccionistas como simples decisiones de despacho que siempre ignoran la realidad del campo. Son decisiones propuestas por técnicos de pasillo, que muchas veces no distinguen un roble de un chopo y que no han llegado a pisar el campo, mucho menos a interesarse por los problemas de la gente que lo vive. Y muchas otras razones que impiden disponer de una estrategia concertada de mantenimiento de nuestros montes en invierno para luchar contra el fuego en verano, hacen imposible pensar en reconocimientos. Sabemos que algunos incendios son inevitables, pero otros muchos no lo son.
Lamentablemente, solo podemos felicitar a los servicios de extinción, a la UME, a los bomberos forestales y brigadas de extinción de incendios forestales, Protección Civil, Policía Nacional, Guardia Civil y todos los cuerpos que, con su ayuda, han contribuido a mitigar la angustia de los afectados. Vaya para ellos toda mi admiración. Cuando pensamos en los cientos de miles de hectáreas calcinadas, en todos los sueños destrozados y en las historias dantescas que nos llegan cada día, no resulta imaginable cual habría sido la situación de no existir estos profesionales que se han dejado la piel–algunos la vida– aun no teniendo en ocasiones los medios necesarios.
La batalla en el monte ha sido muy dura. De hecho, no ha acabado todavía, al menos cuando escribo. A la voracidad y agitación de las llamas seguirá el silencio y la desolación de las cenizas. Y la gente del campo seguirá sola, abandonada a su suerte. Sin fuego, ya no tendrán la atención de nadie. Con promesas de ayudas que llegarán tarde, si llegan.
Lo que sí llegará, con toda seguridad, será la batalla de las responsabilidades.
Y los políticos, en sus debates y en sus decisiones, seguirán ignorando a los que más saben. A los locales. A la gente del campo.
Una pena.
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