DEPORTES EN CELULOIDE (XVI)
«Seabiscuit», el héroe equino de la Gran Depresión
Gary Ross rodó la definición de película de crisis: la historia de tres perdedores y un caballo ganador contra la adversidad en los difíciles años 30 en EE. UU.
miguel muñoz
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Durante los años de la Gran Depresión, la sociedad estadounidense necesitaba inyectarse heroísmo en vena. La población, empobrecida y parada, ... se lanzó ávida a la búsqueda de historias que vendieran algo de esperanza. De héroes humildes que triunfasen contra la adversidad.
El cine de Frank Capra suplió en parte esa necesidad, pero había algo mucho más cercano: el mundo del deporte. La radio y los periódicos se dejaron seducir por las historias de ganadores contra la adversidad: los Harlem Globetrotters, el boxeador “Cinderella Man”... O Seabiscuit, el caballo de carreras más popular de la historia.
Las hazañas de Seabiscuit fueron tan dignas de guión de Hollywood que no parecen reales: pasó por varios dueños que lo consideraban inútil antes de triunfar, venció al mimado “War Admiral” (considerado en la época el caballo perfecto), protagonizó una vuelta heroica a las carreras después de romperse una pata y logró arrastrar a masas de público de todos los extractos sociales a un deporte hasta entonces tachado de esnob.
Puede parecer extraño que ningún productor de cine en los mismos años treinta, ávido de guiones lacrimógenos, se lanzase a comprar la historia. Pero los medios la explotaron tanto que no hubiera sido más que una redundancia. Por eso, tuvieron que pasar siete décadas hasta que el director Gary Ross se animase a llevarla a la gran pantalla con “Seabiscuit, más allá de la leyenda” (2003).
El director no se complicó demasiado la vida. Guionizó sin salirse demasiado de los lugares comunes la novela de Laura Hillebrand y escogió para el trío de perdedores protagonistas un buen plantel actoral: Tobey Maguire como el “jockey” buscavidas que monta al caballo, Chris Cooper como el asocial entrenador y Jeff Bridges como el dueño del equino, un vendedor de Buicks afectado por el “crack” del 29 y la muerte de su hijo.
Ross supo tener el suficiente criterio para evitar que la película le saliese almibarada. Aunque no pudo evitar hacer algunas concesiones. Por ejemplo, pasó de puntillas sobre el alcoholismo del personaje de Maguire e idealizó levemente el regreso a las carreras de “Seabiscuit”: el caballo no ganó el prestigioso Handicap de Santa Anita nada más volver a competir, sino que encajó antes varias derrotas.
En cualquier caso, el conservadurismo del guión, que no explota demasiado a sus personajes, se compensa con el buen oficio del director. La escena de la carrera contra “War Admiral” condensa todas las virtudes de la película. Los grandes angulares que se explotan el encanto visual de los hipódromos, los primeros planos de los caballos resoplando, los “travellings” perfectos de los animales en carrera, los barridos sobre el público entusiasmado... Ross contagia su deleite al filmar este mundillo.
Así, resulta inevitable colgarle a “Seabiscuit” el sambenito de “película de crisis”. El guión huele a final feliz prefabricado, la banda sonora orquestal está compuesta expresamente para alzar el vello, y las carreras apelan descaradamente a la épica. Pero es inevitable, pese a que se le vean las costuras, sentir la inyección de optimismo. Capra estaría orgulloso.
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