My Bloody Valentine, el principio del final
jesús lillo
A más de uno lo cogió con el paso cambiado, con la desconfianza que dan los avisos de que viene el lobo y luego la bestia nunca viene, pero al despertar, hora española, el disco estaba allí, como el dinosaurio, aquí contrahecho, mezcla de huesos ... desenterrados y piezas sintéticas. Historia natural. My Bloody Valentine cierra con «Mbv» un ciclo de silencio, retoque, búsqueda, rumores, obsesión y locura que durante veintidós años solo ha servido para sobrevalorar su obra maestra, aquellos puntos suspensivos colgados del alambre de las guitarras eléctricas que en «Loveless» sonaban y disonaban, cosas del eco teledirigido hacia objetivos parabélicos, como ninguna otra antes. «Mbv» es el final del principio y viceversa, el episodio final de una serie de ficción, quizás un «reality show» de carácter psiquiátrico, cuyo desenlace no debería haber existido por la dificultad que entraña satisfacer las expectativas de su audiencia. Hay que reconocer que, como final abierto, «Loveless» ha resultado desde 1991 insuperable.
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De menos a más, «Mbv» arranca de manera milimétrica y autoplagiaria en «Loveless» con «She Found Now» y concluye -después de nueves canciones que de manera progresiva y muy ordenada van añadiendo elementos novedosos a la mezcla y el desatino original- en ese puerto de Arrebatacapas, nada que ver, nada que entender, puro formalismo, que es «Wonder 2». Hasta ahí, bien. My Bloody Valentine, o Kevin Shields, tanto monta, se las compone para escribir el guión del capítulo de acción que después de tanto y de manera decepcionante, no quedaba otra, cierra «Loveless». La memoria de los trabajos orientales de Shields para el cine de Sofía Coppola, las ensayos instrumentales que ofreció a Patti Smith en «The Coral Sea» o las bases creadas para Primal Scream son apreciables y discontinuas, pero no tanto como su intención de ir dejando atrás, sin llegar a ningún lado, que es lo peor, el disco que explica y sostiene esta tardía y cuestionable reaparición.
El anecdótico retorno de My Bloody Valentine, inseparable de la huella borrosa de «Loveless», vicio y virtud, tiene la ventaja, al menos, de reivindicar su fuente antes de contaminarla. Lejos de los despropósitos musicales formulados por otras luminarias indies de los años noventa, como Portishead o Radiohead, incapaces de mantener su sitio en una vanguardia que creyeron pastorear mientras se distraían y parodiaban, My Bloody Valentine se somete a una autotransfusión como las que preparaba Eufemiano Fuentes. Luego se pone a correr en una carrera bien estructurada y cuyos cambios de ritmo, bien estructurados hasta el sprint, constituyen su verdadera trama. «MBV» es la crónica de una huida, eso parece, cuyo comienzo queda claro y que al final, en tres canciones, termina mal. No podía ser de otra manera.
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