El animal singular
Votar por el mejor
No pierdo la esperanza de que algún día pueda decir que voté por el mejor y no por el mal menor. La democracia, ni más ni menos
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Iniciar sesiónEl 9 de junio de 2024 casi voté. Días antes me había llegado una notificación de la Oficina del Censo Electoral con mis datos de inscripción y la siguiente aclaratoria: «La inscripción que se comunica en esta notificación NO es la vigente de las ELECCIONES AL PARLAMENTO EUROPEO ... por ser posterior a la fecha del cierre». Así con mayúsculas y todo era evidente que no iba a poder votar, pero mi ilusión era tan grande que ese domingo todavía albergaba mis dudas. Después de unas búsquedas infructuosas en internet, pude dar al fin con el centro de votación que me correspondía. Lo tomé como un buen signo. Pero, ¿por quién votaría? No tenía referencias de ninguno de los candidatos. Le escribí entonces a una amiga española, muy ducha en política y de cuyo criterio me fío plenamente.
Le dije: «Dime a quién voto». Entonces me explicó que las listas eran cerradas, por partidos. Me dijo también que estaba bien difícil elegir, pues la baza se jugaba, de nuevo, al bipartidismo. Me sugirió que votara por quien más confiara, o, en todo caso, directamente por el partido al que hubiera votado en las últimas elecciones. El problema es que yo, en política, no confío absolutamente en nadie y tampoco había votado antes en España. De modo que el criterio era, en líneas generales, el que aplica en todas partes del mundo cuando de votar se trata: elegir el mal menor.
Llegó una señora de la edad de mi abuela, musulmana, que me preguntó: ¿cuál elijo?
Mi centro de votación es un colegio para niños que queda atrás de mi edificio. Paso por allí cada mañana cuando saco a Xica, mi perrita. Cuidando la entrada había dos policías. De resto, parecía un día como cualquier otro. En una especie de antesala, sobre una mesa, estaban las papeletas de votación ordenadas por partidos. Me explicaron que solo había que escoger una, doblarla, meterla en uno de los sobres e ir depositarlo en la urna de votación, previo chequeo del DNI en las listas. Me sorprendió que las papeletas fueran simples hojas en formato Word. Todo muy escolar. Todo basado en la confianza y en un respeto por lo que esa hojita de papel representaba en ese momento. La democracia, ni más ni menos.
Entonces llegó una señora de la edad de mi abuela, musulmana, que con su español arábigo vino y me preguntó: ¿cuál elijo? Yo, incómodo y tratando de imitar a mi amiga, le respondí que eligiera el que más le gustara. La señora lució decepcionada y sin perder más tiempo conmigo le preguntó a un señor español, más o menos de su misma edad, ¿cuál es el mejor? El señor, sin dudarlo y comprendiendo todo al instante, le dijo «este, este es el mejor». La señora tomó la boleta que le indicaban, la metió en el sobre y fue a votar.
Yo me había tardado, encantado con la escena y a la vez temeroso de que al revisar las listas me dijeran que no, como en efecto sucedió. Al menos pude ver a esta abuela musulmana ir al centro de votación a cumplir con su deber como ciudadana española, con un candor y una confianza absoluta en el sistema y en la opción que la persona a la que le preguntó le recomendó. Opción que, por cierto, fue la que yo también había elegido. No pierdo la esperanza de que algún día pueda decir, como esa señora, que voté por el mejor y no por el mal menor.
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