A la contra
Escribir un libro, freír albóndigas
Una mala interpretación de la democratización de la cultura puede llevar a operar en detrimento de la cultura
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El escritor y columnista de ABC Juan Manuel de Prada
En su columna 'Baratijas y caramelos', en estas mismas páginas, el escritor Juan Manuel de Prada reflexionaba sobre la cultura como alimento del alma, cierta tendencia al 'fast (& furious) food' del respetable y el alarmante número de especialistas de la cosa dispuesto a dar ... lo que se pida. Por lo que sea. La pregunta que subyace en el texto, y que me parece oportunísima, sería si es deber de la cultura adaptarse al público a toda costa, aunque eso signifique rebajar su calidad, con el fin de ser accesible a todos, o si, por el contrario, ese deber de facilitar el acceso debería darse sin detrimento de esta. Por seguir con el símil gastronómico: si todo el mundo tendría derecho a poder comer chuletón si gusta o si hay que llenar las calles de puestos de hamburguesas baratas.
Creo que una mala interpretación de lo que debería ser la democratización de la cultura puede llevar a operar en detrimento, precisamente, de la cultura. Desde la propia cultura. Su universalización, si no se atiende a un mínimo exigible de excelencia, sería un ataque a ella misma y su concepción clásica. En caso contrario, de no atender a esa necesidad de preservación de unos mínimos exigibles, no estaríamos haciendo ningún favor a nadie, menos todavía a la propia cultura.
¿Se trataría de atender los caprichosos y variables gustos del público, de cubrir su demanda de entretenimiento y ocio, de estimularle sin demasiadas e incómodas exigencias intelectuales? ¿De aborregarle, adocenarle, acomodarle? ¿O de facilitar las herramientas adecuadas para que la parte de ese público verdaderamente interesada en una cultura de calidad y dispuesta a elevar su nivel para ser capaz de entenderla, disfrutarla y apreciarla sin trabas de ningún tipo a la hora de acceder a ella?
¿De que se trataría en realidad? Porque más parece que aquello de la cultura como derecho de todos y el derecho de todos a hacer cultura sea excusa y salvoconducto para que todo sea considerado cultura. Y, si todo es cultura (y, por lo tanto, nada lo es), todo el mundo es capaz de generarla y todo el mundo de consumirla. Como freír albóndigas de Ikea.
Y es quizá aquí donde, de nuevo, una parte de la sociedad confunde la igualdad de oportunidades con la igualdad de resultados. Y aquí, precisamente, donde la labor de determinados agentes sería fundamental. Aquí donde deberían plantarse y ser riguroso, y hablo del periodismo cultural, y llevar a cabo su función en lugar de venderse a la falsaria universalización de la cultura (que no es más que la antesala de su banalización y devaluación): diluir la frontera que la separa del trivial entretenimiento de masas no es defensa, es ataque.
Una parte de la sociedad confunde la igualdad de oportunidades con la igualdad de resultados
Coincido, pues, en lo que apunta Juan Manuel de Prada en su columna, que «el único periodismo cultural digno de tal nombre —y, a la postre, el único viable— será el que haga un esfuerzo de discernimiento, denunciando la falsificación de la cultura y su conversión en una fábrica de pacotillas».
Lo demás, añado, no será periodismo sino propaganda. Publicidad subvencionada (o interesada) de confites y galguearías, poco nutritivas pero de fácil digestión, que abrirá la puerta, definitivamente, al adocenamiento general, vía catálogo disfrazado de información, bajo el manto calmaconciencias de la igualdad. Y eso es el caldo de cultivo ideal para un adoctrinamiento ideológico mucho menos inocente o casual de lo que pueda parecer.
«La cultura es el alimento que el alma necesita, para no consumirse ni rendirse a la barbarie», dice Prada. No debe alma consumirse ni rendirse a la barbarie, cierto. Pero tampoco la cultura. Y quizá el periodismo cultural debería velar por ello. O llamarse de otro modo.