en perspectiva
Hasta el último sorbo
A sus 99 años, tras rozar la muerte y perder a mi madre, mi padre se irguió. Porque un golpe poderoso puede traer lo imposible: un cambio
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Iniciar sesiónMi padre fue siempre una persona de hábitos inflexibles. Austero y juicioso trabajador, asistió a su oficina hasta los ochenta años, y fue siempre tan puntual que desde niños adivinábamos qué hora era cuando oíamos su llave abriendo la puerta de la casa. Ese mismo ... rigor se lo aplicaba a la lectura minuciosa de periódicos y revistas y a sus programas de televisión, entre los que no podía faltar el noticiero.
De sus rutinas solo salía cuando viajaba, daba paseos con mi madre, iba al cine, y hacía alguna visita familiar. Nunca sintió que esta forma de vida fuera pobre, y es —porque sigue siendo— un hombre complejo, curioso, con proclividades intelectuales, bien informado, y de fuertes convicciones en política. Y un sentimental reprimido, como corresponde a la forma en que lo educaron, que sin embargo cada tanto se emociona y derrama una lágrima.
Con los años, ya jubilado, mi padre fue quedándose ciego y perdiendo audición, pero increíblemente, él, que fue siempre un hombre nervioso, asumió sus pérdidas con serenidad, sin la más mínima amargura ni cambios de ánimo significativos. Hizo de la casa su reino, y, conservando con una dignidad enorme su autonomía, fue cambiando sus rutinas por otras, armado de una lupa enorme y de unos audífonos de un tamaño inaudito que lo hacen ver como un astronauta pero que le permiten sostener conversaciones unidireccionales que lo salvan del aislamiento.
Hace tres meses, mi padre, a sus 99 años, colapsó. Una neumonía lo llevó a urgencias a punto de morir. La médica que lo atendió nos preguntó si era una persona autosuficiente —que significa comer y bañarse y desplazarse solo— y la respuesta afirmativa la llevó a tomar, en minutos, la decisión de salvarlo. Durante doce días estuvo intubado en cuidados intensivos, y, contra todo pronóstico, poco a poco fue saliendo de su enfermedad, hasta el día en que, triunfante, resucitado, volvió a casa, disminuido pero feliz de haber superado ese trance.
Durante doce días estuvo intubado y, contra todo pronóstico, poco a poco fue saliendo de su enfermedad
Mientras tanto, mi madre, que cumpliría ciento tres años este noviembre, había dejado de comer, y murió tres semanas después de su regreso. Todos temimos por mi padre, que compartió con ella setenta y cinco años de cariño y respeto. Y entonces sucedió el milagro: después de unos primeros días de abatimiento, mi padre se irguió e hizo lo impensable: cambió sus hábitos. Ahora su tiempo tiene la elasticidad que nunca tuvo.
Las horas de las comidas se han vuelto flexibles, de acuerdo a sus deseos. Oye los podcast que antes se negaba a oír, ya no rechaza que le lean los periódicos a los que había renunciado y hace juiciosamente los ejercicios a los que neciamente se opuso durante meses, cuando era un terco empecinado.
Perdone usted, querido lector, que le haya endilgado esta historia privada. Lo he hecho por su sentido revelador. El pavor de verle de cerca la cara a la muerte nos puede hundir o nos puede dar una fuerza renovada. Y un golpe poderoso puede traer lo imposible: un cambio. Porque el mundo es triste pero también hermoso, como canta Mavis Staples, de 86 años, en su último disco, y a los 100 todavía podemos querer beber de la vida hasta el último sorbo.
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