en perspectiva

La soledad de los intelectuales

Un intelectual, con su consciencia siempre alerta a no acomodarse ni transigir, a cuestionar el 'statu quo', es incómodo por naturaleza

Para celebrar los 80 años del escritor Sergio Ramírez, una revista me pidió que escribiera unas breves palabras diciendo por qué él es un hombre tan valioso. Lo que pensé de inmediato es que Sergio es un intelectual a cabalidad: un hombre con ... una voz pública respetada, valiente, de una gran independencia crítica. Así lo consigné, a conciencia de las reticencias, e incluso burlas, que genera el término «intelectual». Paul Johnson, por ejemplo, se atrevió a escribir en forma tan despectiva como naif, estas palabras citadas por Edward W. Said: «Una docena de personas escogidas al azar en la calle son probablemente capaces de ofrecer puntos de vista tan sensatos sobre temas de moral y política como una muestra representativa de los intelectuales». Discrepo de Johnson, como Said, un defensor de función social del intelectual, apresurándome a decir que para mí un intelectual no es tampoco lo que muchas piensan: un figurón que alecciona desde su púlpito de sabio sin resquicios.

Hay algunas definiciones de intelectual que me gustan. La de Jean Améry, por ejemplo, que escribió unas conmovedoras páginas en las que muestra lo que significaban los intelectuales en Auschwitz: nada. Porque para los guardianes de un campo de concentración, ¿qué sentido puede tener la pasión por el pensar? Para Améry, «un intelectual es un ser humano que vive en el seno de un sistema de referencia espiritual en el sentido más amplio (…).

Cualquier motivo despierta en su fuero interno asociaciones de ideas procedentes de la historia del pensamiento». Para George Steiner, sería «un hombre que lee con un lápiz en la mano». Para C. Wright Mills, alguien que desde la mirada política persigue la verdad y rompe «los estereotipos (…) con los que los modernos sistemas de representación nos inundan».

Es verdad que el intelectual del pasado, tipo Bertrand Russell o Jean-Paul Sartre, ha dado paso a lo que Gramsci llamó «intelectual orgánico»: alguien vinculado, por su saber, a una institución o un poder. Pero el intelectual orgánico, si bien no puede vivir del aire, está acechado por muchos peligros: por la aquiescencia frente el poder, que lo hará volverse precavido, táctico, no sea que en un futuro se pierda de alguna prebenda o privilegio; por el deslumbramiento con lo mediático, que lo lleve a simplificar su mensaje para complacer y seducir; o -y esta idea es del mismo Said- por un profesionalismo que lo convierta en un «experto», en un hombre manso, con horarios burocráticos, que se porte como se espera de él: «no causando problemas, no transgrediendo los paradigmas y límites aceptados, haciéndote a ti mismo vendible en el mercado y sobre todo presentable, es decir, no polémico, apolítico y 'objetivo'».

Un intelectual, con su consciencia siempre alerta a no acomodarse ni transigir, a cuestionar el 'statu quo', es incómodo por naturaleza. Por eso las sociedades lo necesitan: para contrarrestar la uniformidad informativa, la banalidad de la propaganda, las tentaciones autoritarias de los gobiernos. Y eso se paga: con la incomprensión, con la soledad, o con el exilio, como tristemente le ha tocado a Sergio Ramírez.

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