iluminaciones
Marcel Proust, los caminos de la memoria
El autor francés tardó 14 años en escribir 'En busca del tiempo perdido', una novela inclasificable que rompió los moldes de la narración
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Iniciar sesiónRecuerdo la fecha porque coincidió con la muerte de Franco: noviembre de 1975. Yo vivía en una residencia de la rue Vaugirard, frente a los Jardines de Luxemburgo. Me pasaba las tardes en la biblioteca de Vincennes llenando las páginas de un grueso cuaderno. ... Era el embrión de un libro que soñaba con publicar. Nunca verá la luz porque perdí esa libreta que había comprado en una librería del Barrio Latino.
Yo había descubierto a Marcel Proust un año antes en Madrid y me había sumergido en la lectura de 'En busca del tiempo perdido', siete volúmenes editados por Alianza Editorial. Al llegar a París, recorrí los escenarios de la novela con la biografía de George Painter como guía. La cotejaba con el texto y buscaba los rastros del autor por los rincones de la ciudad. Y escribía mis impresiones en el cuaderno.
En un viaje en automóvil a Reims, llegamos a un cruce que indicaba la carretera a Combray, uno de los escenarios de la obra proustiana, pero decidí dar la vuelta. No quería que la realidad perturbara mi imaginación. Sin saberlo, seguía la propia filosofía del autor que, en el último tomo de la 'Recherche', afirma que es mejor preservar los recuerdos sin buscar la verdad oculta tras ellos porque ello lleva siempre a la decepción.
Geografía imaginaria
'En busca del tiempo perdido' es una monumental mitificación de un pasado que nunca existió, de unos personajes que dibuja no como eran sino como él hubiera querido que fuesen, de una geografía imaginaria ligada a la infancia y los sueños. Empezó a escribir la novela en 1908, poco después de la muerte de su madre, y puso el punto final en 1922, unos meses antes de su muerte. De hecho, las tres últimas entregas aparecieron póstumamente.
El narrador, que sufría asma y serios problemas de salud, se había encerrado en su piso del boulevard Hausmann. Había acolchado una habitación para no escuchar los sonidos de la calle y allí permanecía trabajando por las noches, ingiriendo dosis ingentes de café. Celeste Albaret, su sirvienta, nos dejó un valioso testimonio de sus hábitos en esa época.
Proust vivió toda su existencia obsesionada por la gloria y el reconocimiento literario. Lo obtuvo a sus 48 años, tres antes de morir, cuando ganó el Premio Goncourt tras sufrir la incomprensión de la crítica. Era demasiado tarde porque sufría una depresión insuperable y su salud estaba muy deteriorada. Es imposible clasificar 'En busca del tiempo perdido' en un género. Sus varios miles de páginas son una digresión en la que rememora un grupo de personajes heterogéneos que le dan pie a reflexionar sobre los temas que le obsesionaban: el amor y los celos, el arte, la homosexualidad y la aristocracia.
Y resulta imposible agotar la complejidad de la gran creación proustiana, escrita en frases que llegan hasta las 15 líneas sin un punto, con continuos 'flashbacks' de naturaleza cinematográfica y con un estilo impresionista que evoca la obra de Monet, su pintor favorito. El autor logra atrapar al lector en una tela de araña que hace imposible sustraerse a una atmósfera en la que tiempo y memoria se anudan en una prosa hipnótica. Hay desde el comienzo de la narración dos caminos en Combray que el joven Proust recorre según su estado de ánimo: el de Méséglise, que identifica con el mundo de la burguesía y los valores tradicionales, y el de Guermantes, que es el de la aristocracia que tanto le fascina.
Lo que pudo ser
En el último volumen, Gilberte, la adolescente de la que había estado enamorado, le dice que ambos caminos llevan al mismo punto. Igual sucede con el relato proustiano: las digresiones, los saltos en el tiempo y el destino convergen en un presente en el que todo cobra sentido. Pero esa toma de conciencia sólo produce frustración en la medida que advierte lo que pudo ser y no fue.
Hay muchas claves personales en la obra de Proust, cuya novela está escrita desde la perspectiva de un narrador omnisciente, que lo ve todo y que penetra en la conciencia de sus personajes. Eso le permite meterse en la frustración de Swann por el desamor de Odette, en la homosexualidad de Charlus, en la mediocridad de los Verdurin o en la ambigüedad de Robert de Saint-Loup. Y, sobre todo, recurre al personaje de la joven Albertine para sublimar el amor no correspondido que sentía por Albert Agostinelli, al que había contratado como chófer. Un artificio que expresa la verdad de una vida y el poder de la literatura.
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