Contacto en Buenos Aires
El largo brazo de Frank Sinatra
El Gran Frank creía en lealtades escondidas y calladas. Como lo ilustra esta historia con 'Palito' Ortega
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'Palito' Ortega y Frank Sinatra
Esta historia, que me toca de cerca porque soy amigo de su protagonista, tiene cierto aire de familia con 'Grandes esperanzas' y también con el oculto y postrero capitán Nemo en 'La isla misteriosa'. Daría para una novela, pero como diría Borges me limitaré ... a redactar su apretada sinopsis.
El protagonista es Ramón 'Palito' Ortega, que conoció el éxito en España con 'La felicidad' y luego de la mano de Marisol en 1969, cuando juntos cantaban en la televisión española 'Corazón contento'. Solo algunos veteranos recordarán aquellos 'hits' y a aquel compositor algo tímido a quien en la Argentina llamábamos El Rey. Palito venía de la pobreza más lacerante y se había convertido en un cantante de éxito arrollador.
Luego se dedicó con esfuerzo a la política y a criar una formidable familia de artistas. Pero antes, en 1981, quiso cumplir un sueño: llevar a Frank Sinatra a Buenos Aires. La Voz tenía 65 años, aceptó el trato que le proponía Ortega y llegó con un ejército privado de seguridad: un demente acababa de asesinar a John Lennon y no quería correr riesgos.
Desde el comienzo Palito tuvo dificultades, para empezar con un grupo de colegas del «progresismo» argento, que lanzó una campaña en su contra y organizó un concierto en repudio de Frank Sinatra, dado que les parecía —Dios los perdone— la cara del imperialismo yanqui: la imbecilidad de cierta izquierda nacionalista no tiene edad ni límites. En el medio de esa gira, donde Palito mimaba día y noche a su ídolo, ocurrió un clásico nacional: arreció una devaluación del peso y destelló un fogonazo inflacionario.
El resultado: toda la escala de costos de la gira explotó en mil pedazos y Palito tuvo que vender e hipotecar casi todo su patrimonio para que Sinatra cobrara hasta el último dólar pactado. Nunca hablaron frente a frente de ese quebranto, que Palito asumió en absoluto silencio, pero cuando se despedían en el aeropuerto de Ezeiza, Frank lo abrazó y le dijo: «Sé lo que pasó, si alguna vez necesitas un garante en Estados Unidos, no dejes de llamarme».
La Voz regresó a su país, y El Rey empobrecido recogió su guitarra, salió de gira por pequeñas ciudades y pueblos, reunió un mínimo de dinero y, desencantado de todo, emigró con su esposa y sus hijos a Miami. No se atrevió, por supuesto, a llamar a Sinatra; solo comenzó a tantear el territorio. Pero en seguida un banco se presentó misteriosamente y le ofreció un crédito a sola firma, y los gerentes de las grandes cadenas de la televisión latina le abrieron en un santiamén sus puertas y comenzaron a aceptar programas «enlatados», como 'shows' humorísticos o culebrones, que Palito compraba en Buenos Aires y revendía en Norteamérica.
Hasta le ofrecieron un programa propio para los domingos por la noche. El negocio fue creciendo; muchas veces incluso le compraban materiales audiovisuales que ni siquiera ponían en el aire, y Ortega se sentía verdaderamente intrigado. Al seguir las pistas descubrió entonces que Sinatra y su poderoso estudio de abogados eran sus benefactores invisibles. Como el señor Magwitch de Dickens y el último Nemo agonizante de los náufragos de Verne, el Gran Frank creía en lealtades escondidas y calladas. Creía en eso, más que ninguna otra cosa.