MÚSICA
Gustavo Dudamel: «Si cualquier país funcionara como una orquesta las cosas nos irían mejor»
ENTREVISTA
Es de los directores de orquesta más relevantes. Su forma de concebir la música clásica ha roto los esquemas. El maestro debutó junto a la Filarmónica de Londres en Madrid. Nos colamos en los ensayos para hablar con él de sus orígenes, los límites de la música, su irrupción en Coachella o el 'Fidelio' hecho por jóvenes sordos
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Gustavo Dudamel empezó su último concierto con un salto. Fue un brinco que automáticamente colocó los arcos de los violines en el aire, a los músicos con los pulmones ensanchados y a un público sin aliento. En ese salto está, en realidad, su vida ... entera.
Un salto es el ejercicio que ha hecho Dudamel desde que se puso un violín sobre el hombro en Barquisimeto, la ciudad venezolana que le vio crecer, para ir a El Sistema, el conjunto de orquestas juveniles e infantiles de Venezuela. Su historia ha sido hasta ahora una continuidad de saltos, a veces ciegos y en ocasiones muy meditados, que han hecho romper los esquemas de la música clásica como pocos saben hacer. De dirigir la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles (LA Phil) a participar en la Super Bowl; de estar al frente de la Filarmónica de Viena en el Concierto de Año Nuevo a estar recientemente con su LA Phil en Coachella, un festival ajeno hasta ahora a la música clásica.
«No hay límites en la música, a pesar de ser un lenguaje de siete notas, algo que podría ser muy limitado. No tiene que ver solamente con un tecnicismo, sino con lo profundo, con lo que va más allá. Para mí eso es lo más hermoso; el misterio que crea la música y que va más allá de cualquier límite intelectual que puedas tener. Parece que hay límites, pero cuando los vives en carne propia y los tratas de entender, te das cuenta de que no existen», explica Dudamel en su camerino tras terminar uno de los ensayos antes del concierto que ofreció la semana pasada con la Sinfónica de Londres en Madrid, y con el que cerró el ciclo Ibermúsica.
En el podio, Dudamel salta, y en los ensayos vuela. «Welcome to Madrid!», exclama el maestro con la batuta en mano y los brazos abiertos. Tras un par de días de ensayos en Londres, comenzó una pequeña gira por España que abrió y cerró en la capital. El maestro elogia a los músicos, los corrige... Pero los escucha. «Si los países funcionaran como una orquesta nos iría mucho mejor. Mucha gente dice: '¡Ah!, sí, muy mono', pero el que quiera ver que lo vea.
A veces queremos ver las cosas más complejas de lo que son y una orquesta es una perfecta analogía de cómo funcionan las diferencias. Cien músicos juntos, cada uno con sus realidades personales, su idiosincrasia, su vida; que estudian en escuelas distintas, con instrumentos que suenan distintos, aunque unidos. Pero vivimos en un mundo en que el dividir es lo más importante; somos muchos los que queremos encontrar ese punto de empatía para crear un mundo mejor. No es un camino individual, es un camino que corre como un río, y se va moviendo y va siempre fluyendo».
La orquesta como sistema político donde el maestro no enseña, solo guía y une. Así concibe Dudamel su vocación como director. «Se puede dirigir sin ego, pero no creo que haya que desprenderse de él porque tiene una parte buena. Es cuestión de cómo tú lo manejas y cómo entiendes tu ego dentro de una comunidad llena de ellos. Cuando entiendes la misión de trabajar como una orquesta y lo privilegiados que somos los directores de estar con esta cantidad de músicos con todas sus realidades, y el hecho de converger en un mismo deseo de hacer música, es fascinante».

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Es difícil encontrar al maestro en el ensayo porque sus movimientos se confunden con los de los músicos. Su rostro se estremece con los compases de Mahler y, en cuestión de milésimas de segundo, vuelve a la tierra. ¡Wow! Precioso, maravilloso. Olvidaré que esto ha sido un ensayo», expresa el maestro deslizando la partitura mientras se pone una mano en la cabeza. Los músicos ríen. Dudamel dirige, y mucho. Aunque más que director se siente músico. Es uno más, y eso que los conoce desde hace apenas unos días. Creció tocando en El Sistema, donde no soñaba con dirigir un gran conjunto, sino solo con hacer música.
La Orquesta Sinfónica de Londres reúne a músicos de varias generaciones, pero todos admiran al maestro. Se miran asombrados entre ellos y a menudo ríen al ver la energía de Dudamel. Y hablan: «Me conquistó su musicalidad innata y su visión, que uno da a veces por sentado y no debería. Es efervescencia, es calidez y humor, honestidad y humildad -define David Jackson, percusionista del conjunto londinense-. Nos desarma constantemente. No es raro que se plantee una batalla entre el director y la orquesta, una lucha de voluntades, pero con Dudamel no puedes más que dejarte llevar por él».
Las muestras de afecto del director venezolano hacia los músicos son visibles; hay abrazos y choques de mano. Pero también muestra su aprecio a través de una autoridad bien llevada, de correcciones que cambian por completo, por ejemplo, el sonido de los violines. «Más metálico, más seco», indica mientras imita el movimiento del arco con sus brazos.
«Siempre he pensado que debe de ser muy difícil ser director, ponerse delante de músicos que probablemente sienten que conocen la música mejor que nadie como conjunto. Es bastante raro que alguien así venga y estemos tan entusiasmados. Es especial cuando has estado esperando algo durante tanto tiempo, y a veces te preguntas si lo que has construido en tu mente es real y se puede conseguir», asegura Maxine Kwok, uno de los primeros violines de la LSO. Un maestro no es nadie sin su orquesta, no solo la que dirige, sino con la que la música llegó a sus oídos por primera vez.
—¿Qué le debe a El Sistema?
—Todo. Me abrió las puertas a desarrollarme a través de la música, y humanamente. Me siento muy orgulloso de decir que mi educación ha salido del sistema de orquestas de Venezuela. He entendido que esta misión va mucho más allá de la misma música, es una disciplina comunitaria a través de los valores del compartir, del entenderse más allá de las diferencias, encontrar similitudes y a partir de allí crecer juntos.
—El Sistema ha sobrevivido a siete presidentes y, ahora mismo, a las crisis de todo tipo en Venezuela. ¿Por qué sigue vivo?
—Porque han entendido la verdadera misión del arte: la identidad del pueblo es su cultura. Entendemos la música como una verdadera herramienta de transformación, y no es un decir; es una realidad y no me lo tiene que decir nadie a mí. Yo soy resultado de ello, yo vivo por eso. La realidad es que la música trasciende cualquier tipo de barrera.
Solo así se puede entender El Sistema. Ahora celebra 50 años y nació gracias a la visión de un genio (José Antonio Abreu), un hombre que entregó su vida para poder crear algo tan sólido que, a pesar de pasar por tan diferentes momentos sociales, económicos o políticos, sigue adelante. Y es porque se entiende la música como una herramienta de encuentro. Esa es la razón y no hay que buscar otra. Vivimos en un mundo ultrapolitizado donde todo tiene que girar en torno a la política y no tiene que ver con los valores humanos. Si fuéramos al ser humano en sí, todo cambiaría.



El Sistema, que funciona cuando apenas nada funciona en Venezuela, es el lugar donde los niños se encuentran con que no hay diferencias económicas ni sociales, donde la música es un atisbo de luz en una sociedad que experimenta el yugo de una crisis que va más allá de la monetaria. «Si hay un niño en el sistema, El Sistema está vivo», asegura Dudamel, que cita a Unamuno -el del prólogo de la segunda edición de 'Abel Sánchez'- para describir el momento social en que se encuentra el mundo: «¿Por qué he nacido en una tierra de odios? En una tierra en que el precepto parece ser: 'Odia a tu prójimo como a ti mismo'».
El milagro
Mientras que para algunos El Sistema puede suponer una herramienta más de propaganda para Maduro, Dudamel lo reconoce, aunque condena la violencia como una herramienta de transformación social, de cambio, también para la propia existencia de los venezolanos. «La música me rescató y me salva la vida cada día. La música me lleva a realmente vivir la vida con la mayor intensidad y con el mayor optimismo, evidentemente con todos sus matices y con las dificultades en los momentos complicados. Ahí está la música y eso es un milagro. A veces pensamos en ellos como algo esotérico y mágico, pero los milagros se dan cada día. El mayor que existe es que te despiertas y estás vivo».
A pocas horas del concierto, la energía de Dudamel resuena en el Auditorio Nacional. La batuta vuela en varias ocasiones, y no por los movimientos del maestro con ella, sino porque el entusiasmo y la pasión hace que se le escape de las manos en dos ocasiones. Los músicos ríen de nuevo. Regresa unos compases atrás, retorna al actual y vuelve de nuevo. Pero en el caos hay orden. «Transmite seguridad y fuerza a la hora de interpretar las partituras, es ordenado, pero a la vez libre. Deja que la orquesta saque lo que cada músico tiene y eso me parece que muy pocos lo saben transmitir. Te llena de energía y de esperanza por la música», indica Rodrigo Moro, contrabajo de la orquesta.
A Dudamel le falta hueco para moverse sobre el podio. Se desplaza de una esquina a otra, salta, se agacha, mueve la cabeza de arriba abajo con convicción, sin dudar, vuelve a saltar y, de pronto, su cuerpo se estabiliza. La orquesta le sigue con ojos atentos. «No se deja nota alguna en los ensayos. Transmite lo mismo en un ensayo general, que en las primeras pruebas de sonido», reconoce Moro. Todos coinciden en lo mismo: su asombrosa entrega. Algo que se aprecia ya en los ensayos, en los cabezazos con Strauss, en la batuta que vuela, en la sudadera, que sale disparada al patio de butacas cuando se la quita sofocado; en el camerino, donde arrojó los 'airpods' y su chaleco de cualquier manera para llegar a tiempo al ensayo y no hacer esperar a los músicos porque, ante todo, primero va la música.
Virtuosismo
Dudamel empezó su último concierto con un salto y la orquesta respondió con fuerza, con el brillo y la elegancia propia del conjunto londinense. En cuestión de segundos, la orquesta subía la intensidad de forma majestuosa y bajaba con un control inexplicable. El maestro bailaba con ellos, sus brazos se volvían a entrelazar con los de los músicos.
Saltaba y el público reía, se elevaba y los músicos sonreían. El virtuosismo del venezolano y la destreza de la Orquesta Sinfónica de Londres levantó de forma unánime al público, que se puso en pie con aplausos, pidiendo una propina que no llegó. Más de diez minutos de vítores, de alguna bandera de Venezuela que se agitaba, y a la que Dudamel saludó cariñosamente.
Es quizás uno de los directores de orquesta más mediáticos. Hay muchas voces que le rodean. Hay detractores, personas que cuestionan «su silencio» sobre asuntos políticos. Otros lo admiran, quieren seguir sus pasos, se sienten inspirados, como los profesionales de la Sinfónica de Londres. Ante las preguntas por su silencio, Dudamel responde con música, que no es poco, y lo hace con contundencia, con certeza, con verdad, con esperanza.
«La música representa uno de los símbolos más importantes de unión en nuestro mundo dividido. Es donde hay que escarbar. Estamos en un momento en el que tenemos que reflexionar profundamente y necesitamos esos puntos de encuentro donde el misterio de la belleza, que no tiene un lenguaje específico, sino que es una sensación que va aquí, nos une y nos puede hacer reflexionar para encaminarlo hacia un mejor momento».
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