Una mirada académica
'A fuego lento'
Me tranquiliza comprobar que los tenedores, cucharas, cucharones, cuchillos... y todo el campo semántico de «utensilios de cocina» sirve para algo
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Clara Sánchez
El otro día vi, pero más que ver saboreé, la película 'A fuego lento' (título español) del director vietnamita Tran Anh Hung. La saboreé porque lo más suculento de la historia sucede en una cocina de 1885, época en que al parecer la gastronomía ... francesa logra auténticas maravillas.
Secundariamente se establece un romance entre Juliette Binoche (la cocinera Eugenie) y Benoît Magimel (el reputado gastrónomo Dodin), que no significaría nada sin ese constante ajetreo de platos y fogones.
En realidad la narración necesita pocas palabras porque una se queda clavada contemplando cómo sacan esa agua tan fresca y trasparente del pozo, cómo refrescan las lechugas en un balde con escarcha. Una se deja envolver en el delicioso vaho que despiden las ollas, se deja maravillar por el arte de que el merengue preserve el helado que cubre en la llamada «tortilla noruega».
Y una piensa que lo que come a diario y en la mayoría de los restaurantes es elemental, sin chispa y desprovisto de exquisitez. Pero sobre todo una se maravilla de que en una cocina del siglo XIX sin agua corriente, con hornos que deben ser alimentados con leña, en que el esfuerzo físico para sacar adelante cualquier delicia es notable, reine la suma limpieza: delantales blancos, perolas relucientes, manteles radiantes.
La película envuelve al espectador en un aura celestial donde Eugenie es una especie de sacerdotisa
La película envuelve al espectador en un aura celestial donde Eugenie es una especie de sacerdotisa que nada más levantarse por la mañana inicia un ritual sin fisuras ni titubeos hasta sembrar una mesa, adornada con candelabros y flores, de pura fantasía. Si se me concediese el capricho de un viaje en el tiempo quizá elegiría sentarme en esa mesa y después echarme una buena siesta.
Aunque el encanto de ese festín consistiría en haber asistido antes a su preparación en un ambiente de majestuosa higiene. Por eso a la hora de elegir restaurante, prefiero que la cocina esté a la vista. Me tranquiliza comprobar que los cocineros y cocineras llevan gorro o el pelo recogido como Eugenie y, a ser posible, sin barbas de más de cinco centímetros.
Me tranquiliza comprobar que los tenedores, cucharas, cucharones, espumaderas, espátulas, cuchillos y todo el campo semántico de «utensilios de cocina» sirve para algo y que el cocinero no recurre a toquetear los alimentos con sus manos desnudas. En cualquier programa de cocina de la tele aparece un señor que no es consciente de que del cuerpo se desprenden 35.000 células epidérmicas por minuto, revuelve la ensalada con sus lindas manos y usa los dedos para coronar el emplatado con un ramillete de perejil u otras hierbas.
Y eso que ante el espectáculo de revolver masas con las manos cierro los ojos porque la posibilidad de que los pelillos que crecen en el dorso de las mismas se incorporen al bizcocho, la pizza y un largo etcétera es más que probable. ¿Tan difícil es ponerse unos guantes cuando el instrumental no basta?
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