La TRASATLÁNTICA

Vigas, ojos y disculpas

El imperio tuvo un momento homicida, pero luego protegió a los indios en tribunales, les concedió victorias y beneficios

El ministro de Exteriores, José Manuel Albares Jaime García

No sé para qué sirve pedir perdón, aunque cuando me lo han pedido, ha sentido consuelo. Y conozco el desasosiego de haber sido ignorado cuando lo pedí. Carrère medita en ‘El Reino’ sobre lo raro que debió parecerle a los romanos que los cristianos pusieran ... la otra mejilla, que prefirieran el hijo pródigo al trabajador. El acto de pedir y conceder disculpas no es intuitivo: vaciar un corazón lo sacia. Y perdonar, ser perdonado, es el verbo clave en la gramática de la salvación —que Europa llevó a América.

La semana pasada el canciller Albares dijo que hubo injusticias en el primer contacto con los pueblos originarios de América y que «es justo reconocerlo y lamentarlo». Casi inmediatamente, en la ciudad de México, la presidenta Sheinbaum apostilló, con tono irritante y escasamente diplomático: «Es importante, un primer paso».

Al día siguiente, el portavoz de la Comunidad de Madrid —según el periódico mexicano ‘El Financiero’— pidió la dimisión de Albares por ser «el peor ministro de Exteriores» en toda la historia de España —que es larga. Mientras sucedía todo esto, yo leía la historia de México que publica por estos días Paul Gillingham y noté que lo de Cortés y Moctezuma sucede entre las páginas 14 y 21 del volumen, y la presidenta, el canciller y el portavoz nacieron por la 580. Todos están locos, porque tampoco es que alguien se haya disculpado.

Albares dijo más o menos lo mismo que dijo Juan Carlos I cuando visitó Oaxaca en 1990. Que lamentaba lo que tuvo de trágico el primer contacto entre europeos y americanos. Y menos mal: no lamentar un hecho que produjo que 9 de cada 10 personas de un continente murieran prematuramente, sería sociopático.

La mayor parte de la gente murió por la transmisión de enfermedades, sin haber visto a un europeo o un africano

Hubo guerras brutales y formas de la servidumbre y la crueldad inaceptables, pero la mayor parte de la gente murió por la transmisión de enfermedades, sin haber visto a un europeo o un africano. El contacto entre ambos mundos era inevitable y la catástrofe biológica que desató hubiera sucedido si hubieran llegado los otomanos o los chinos.

Pedir disculpas, como decía con simpleza de dominico López Obrador, es de gente de bien —y algo hay ahí: no disculparse es legítimo, pero también es casposo, miserable. Aún así, yo no sé si somos responsables de la microbiota que nos habita. Y a nadie le gustaba el moridero. Cortés le escribió al rey Carlos en la cuarta carta que, si no protegía a los indios, se iban a tener que regresar a las islas. Pasado el primer contacto, la conquista política y espiritual la hicieron un puñado de españoles acompañados por soldados y curas indígenas porque los peninsulares no llegaron masivamente a América hasta el siglo XVIII.

El imperio tuvo un momento homicida, pero luego protegió a los indios en tribunales, les concedió victorias y beneficios. En 200 años ya eran otra vez la mayoría de los novohispanos. De acuerdo con Gillingham, el 80 por ciento de los mexicanos eran indios cuando se consumó la Independencia y 200 años después, son menos del 10 por ciento. La hipocresía de los tiros, en cualquier caso, no anula la miseria de los troyanos.

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