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TEATRO

Juan Mayorga: «¿Qué poner en el mapa de nuestra propia vida?»

Coinciden en Madrid dos piezas de Juan Mayorga: «El cartógrafo» -dirigida por él mismo-, y la recuperación de «Himmelweg». La herida del Holocausto en escena

Juan Mayorga, uno de nuestros dramaturgos más reconocidos dentro y fuera de España Maya Balanya
Carmen R. Santos

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Recuerda Juan Mayorga que en 2008 realizó un viaje a Varsovia: «Una mañana comencé a andar guiándome por el mapa que me habían dado en el hotel. De pronto, me fijé en lo que parecía una antigua iglesia. Al acercarme me di cuenta de que se trataba de una sinagoga. Entré y vi a una mujer que preparaba una exposición. Me explicó que versaba sobre fotos del gueto descubiertas hacía poco. Y que cada instántanea llevaba un cartel indicando el lugar en el que probablemente se había tomado. Marqué en mi mapa los lugares, pero al buscarlos descubrí que se habían desvanecido».

Este es el origen de « El cartógrafo », que, escrita y dirigida por Mayorga, e interpretada por Blanca Portillo y José Luis García-Pérez, podrá verse en Naves del Español/Matadero hasta el 26 de febrero . Pieza que coincidirá en la cartelera de Madrid con la recuperación de otro texto del dramaturgo madrileño: «Himmelweg, camino del cielo» . A cargo de la compañía Atrium Producciones, sube a las tablas del Teatro Fernán Gómez entre el 2 de febrero y el 5 de marzo . En las dos obras, el Holocausto, el conflicto entre la memoria y el olvido, un asunto que ocupa y preocupa mucho a Mayorga.

¿Cómo se fue gestando «El cartógrafo»?

Lo ocurrido en Varsovia me provocó zozobra y las gentes de teatro tenemos este para compartir nuestra inquietud o nuestra alegría. Desde muy pronto, quizá desde el mismo día en que entré en la sinagoga, supe que aquella experiencia debía compartirla transfiriéndola a un personaje. Se me fue apareciendo una mujer, a la que di el nombre de Blanca pensando que un día ojalá Blanca Portillo pudiera representarla. Le otorgué ese nombre como escribiendo una carta a los Reyes Magos. También, cuando empecé a trabajar en la pieza, fui especialmente consciente de que el motivo del mapa es recurrente en mis obras. Está, por ejemplo, en «Himmelweg», en «Cartas de amor a Stalin», en «Los yugoslavos», que pensé al principio titular «Mujeres intercambian mapas». Y tengo una pieza breve que se llama «581 mapas». Para «El cartógrafo» imaginé cómo habría sido hacer un mapa desde dentro, desde el dolor mismo, es decir, un mapa sobre un mundo en peligro. Un peligro extensivo a los creadores de ese mapa. Comencé a concebir la leyenda del cartógrafo y se fueron trenzando dos grandes relatos. Por un lado, el de cómo una niña y su abuelo construyen un mapa que quiere ser custodio de ese mundo a punto de desaparecer. Un mapa que es especialmente valioso porque es un arca de Noé de experiencias, de personas concretas, de una que escribió un poema, de otra que fue un modesto limpiabotas... Y por otro, el de una mujer que es una extranjera, que no es ni judía ni polaca, que llega a Varsovia acompañando a su marido diplomático, y que toma por verdad esa leyenda y que persiguiendo ese mapa, sin saberlo, se busca a sí misma. Y en esa búsqueda acabara dibujando el mapa de su propia vida. De algún modo, lo hemos comentado en los ensayos Blanca, José Luis y yo, nuestro anhelo es animar al espectador a que haga el mapa de su propia vida. Lo cual no es nada fácil. Es arriesgado: ¿qué pones en ese mapa?, ¿qué es aquello que querrías que no se perdiese?

Blanca Portillo y José Luis García-Pérez en un momento de «El cartógrafo

Blanca acepta ese riesgo, al contrario de su esposo que le recomienda no indagar, no meterse en líos. El choque entre ambos es muy potente.

Estamos ante una pareja unida y a la vez separada por una pérdida personal ante la cual adoptan posturas muy distintas. Una la del silencio y el olvido, y la otra mirarla de frente. Esto se une con la tremenda herida de la pérdida del rastro de los judíos del gueto de Varsovia. Hay que darse cabal cuenta de que fue uno de los episodios más estremecedores del Holocausto. Se confinó y asesinó a cerca de medio millón de personas por su origen. Creo que todos los seres humanos somos contemporáneos, y tenemos una responsabilidad no solo con los vivos sino también con los muertos. Por eso me interesa también enormemente la cuestión de la transmisión. En «El cartógrafo», el abuelo lega a su nieta el sentido moral de la cartografía. Blanca recoge el testigo, y quisiéramos que eso sucediera asimismo con el espectador.

«Precisamente tras Auschwitz, la poesía, la creación, no pueden omitirlo. Resignifica el pasado»

En una célebre reflexión Adorno dijo que tras Auschwitz no habría que escribir poesía. Pero quizá sea más necesario...

Sí. Después de Auschwitz precisamente la poesía, la creación, no pueden omitirlo. Auschwitz resignifica el pasado, obliga a hacernos decisivas preguntas, empezando por el interrogante de cómo fue posible. Y lanza un foco sobre el presente. Aunque, naturalmente, el Holocausto supuso un hecho terrible, que no se puede comparar con nada, no está de más preguntarnos sobre las lógicas sacrificales de políticas que parecen olvidar lo esencial: la absoluta dignidad de cualquier ser humano.

Una escena de «Himmelweg, camino del cielo»

Quizá por esa necesidad, usted ha escrito en uno de los ensayos reunidos en «Elipses» (La uÑa RoTa) que «el Holocausto es la prueba de fuego del teatro histórico»

«Himmelweg» y «El cartógrafo» son esfuerzos por representar lo irrepresentable. Cuando uno se aproxima a la Solución Final ve que las herramientas que normalmente maneja resultan inútiles, incluso obscenas. Y no dejo de plantearme qué derecho tiene uno a tratar de ello. De ahí que no pretendo convertirme en portavoz de las víctimas. Intento modestamente crear una experiencia poética en la que pueda resonar su silencio. El Holocausto no fue solo una atroz operación de exterminio. También lo fue de olvido, de que no queden huellas. El personaje de Blanca lucha contra eso.

«Ante el sufrimiento del otro, no basta con decir que yo no he hecho daño»

Usted no hace melodrama con el dolor, sino, como ha escrito en su trabajo sobre el teatro del Holocausto, desea «que el espectador mire a su alrededor y dentro de sí, preguntándose por lo que queda del veneno de Auschwitz y por lo que en sí mismo hay de verdugo o de cómplice del verdugo».

Resulta más desasosegante que presentar a unos malvados alemanes cazando a indefensas víctimas. Lo sucedido en el gueto, y en el Holocausto, no deja de implicar que mucha gente obvió su ayuda, se mostró indiferente. «No va conmigo», en la postura del marido de Blanca. Ante el dolor del otro, no basta con decir «yo no he hecho daño».

Lo que nos propone Juan Mayorga es, en efecto, más inquietante. Y más complejo. Como ha de ser el teatro. El teatro necesario.

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