Jorge Fernández Díaz - Contacto en Buenos Aires

Lecciones de un padre sin palabras

La rara y epigráfica educación sentimental del cine clásico me convirtió en hombre y en escritor, pese a que mi padre confundió literatura con vagancia

‘Qué verde era mi valle’, de J. Ford

Mi padre se llamaba Marcial y al descubrir mi vocación literaria me dio por perdido. Era un sufrido inmigrante asturiano , un afable camarero del bar ABC -donde Osvaldo Pugliese había estrenado varios tangos míticos -, un fanático de Tyrone Power y un amante de ... las películas en blanco y negro. Durante los años 70 en la ciudad de Buenos Aires, los chicos de mi generación veíamos esas obras maestras sin saber que lo eran en un ciclo continuado que daban todos los sábados por televisión: comenzaba a las 13 horas en punto y acababa a las 22, cuando se iniciaba ‘ Hollywood en castellano’, films para adultos que sin embargo nadie nunca me censuró. A medianoche me iba a la cama y a un breve insomnio con los ojos exhaustos y la mente llena de imágenes brillantes. Marcial creía que el mejor ‘western’ siempre comenzaba con un hombre llegando a un pueblo o a un rancho: ‘Shane’, ‘Veracruz’, ‘El hombre que mató a Liberty Valance’, incluso el lerdo arribo de John Wayne a la finca de su hermano en ‘Centauros del desierto’, le daban cierta razón.

Admitía a regañadientes que el mejor duelo de espadachines ocurría en ‘Scaramouche’ , aunque defendía a capa y espada la corta pero intensa pelea de Tyron y Basil Rathbome en un pequeño despacho virreinal de ‘La marca del Zorro’. Como le costaba muchísimo comunicarse emocionalmente conmigo, Marcial utilizaba frases telegráficas. Cuando en ‘El jardín del mal’, Richard Widmark se queda a retener a los apaches para que Gary Cooper pueda marcharse con la chica, y éste después de dejarla a salvo regresa para socorrerlo, Marcial susurraba: ‘Eso es la amistad’. Cuando en ‘La montaña siniestra’ Spencer Tracy defendía hasta desgarrarse a Robert Wagner, mi padre movía la cabeza y sentenciaba: «Ni por un hermano hay que hacer esa clase estupideces». Le parecía insólito que Clark Gable se enredara con Grace Kelly en la jungla de ‘Mogambo’ teniendo bajo sus narices nada menos que a Ava Gardner: «El amor es tan ciego». Y se negaba a ver dos películas porque le dolían: ‘Sangre y arena’, donde su ídolo se malograba, y ‘El mar no perdona’, donde jugaba a ser Dios y lanzaba por la borda a pasajeros inermes. Le encantaba ‘El motín del Caine’, porque le recordaba su vida a bordo del ‘Crucero Galicia’, donde había hecho la mili. Y cada vez que repetían ‘Moby Dick’, de John Houston , mascullaba: «La venganza no es negocio».

Esa rara y epigráfica educación sentimental me convirtió en hombre y en escritor, y mi padre al descubrir aquel oficio paradójicamente confundió la literatura con la vagancia y dejó de tratarme. Mucho antes de esa bronca, que luego fue indultada, una tarde veíamos por décima vez ‘Qué verde era mi valle’ . Nos gustaba mucho, porque aquella familia galesa era sorprendentemente parecida a la asturiana. Esos mismos días un maestro salesiano había hablado con mi madre, y le había confirmado que tres alumnos me golpeaban en el recreo. Todavía no se usaba en el viejo barrio de Palermo la palabra ‘bullying’. Cuando llegó la escena en que el niño volvía a casa golpeado y le enseñaban a boxear, mi madre y mi padre cruzaron una discreta mirada. Más tarde, en la cocina, oí que murmuraban algo: a tres calles había una academia de yudo. Mi padre me compró un quimono. Nunca más tuve problemas en el colegio, ni en ningún otro sitio: John Ford salvó mi vida .

Artículo solo para suscriptores
Tu suscripción al mejor periodismo
Anual
Un año por 15€
110€ 15€ Después de 1 año, 110€/año
Mensual
5 meses por 1€/mes
10'99€ 1€ Después de 5 meses, 10,99€/mes

Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras

Ver comentarios