LIBROS
Joan Didion, antes del mito
Su último libro, ‘Lo que quiero decir’, recoge textos escritos por la autora estadounidense entre mediados de los 60 y el año 2000
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Iniciar sesiónHace veinte años, Joan Didion (Sacramento, California, 1934) era una completa desconocida en España. Su prodigiosa escritura no había cruzado todavía el charco, y la crítica, a veces miope de más y otras de menos, no había reparado aún en una de las ... más dotadas cronistas de la segunda mitad del siglo XX estadounidense . Lo suyo no era, no es, ‘nuevo periodismo’, aunque, en realidad, de poco sirven las etiquetas cuando es la vida lo que se narra, la propia y la ajena. En su caso se trataba, se trata, de contar como una necesidad fisiológica, de elegir las palabras adecuadas para poder seguir respirando, un verbo, un adjetivo, en cada nuevo aliento.
Y es, precisamente, el año 2000 el último en el que están fechados los ensayos, textos que son un ejercicio de prosa desbordante, abrumadora, sin adornos ni barroquismos, reunidos en el libro ‘ Lo que quiero decir’. No son textos nuevos. Didion lleva sin escribir con la presión de una fecha de entrega desde que publicó ‘Noches azules’, el conmovedor libro que siguió a ‘El año del pensamiento mágico’, con el que logró un unánime reconocimiento y, de paso, se convirtió en un icono, en uno de esos mitos vivientes, tan inalcanzable como su talento.
En el lugar de los otros
En la traducción, siempre ajena a los matices, se pierde la esencia de un título que en inglés se dirige al lector: ‘Let Me Tell You What I Mean’. Didion pide que la dejemos que nos diga lo que quiere decir, y se lanza a hacerlo, sin ambages, con la milimétrica precisión del que sabe que las palabras son para el escritor como el bisturí para el cirujano: un milímetro equivocado puede causar la muerte, que en la literatura es el engolamiento, la verborrea innecesaria . Lo que Didion quiere decir varía tanto en este conjunto de textos como la propia vida. Ordenados de forma cronológica, arrancan en 1968, año en el que firma un artículo sobre la incapacidad de la prensa estadounidense de la época para hablar al lector de forma directa. «Admiro muchísimo la objetividad, pero no comprendo cómo se puede alcanzar si el lector no entiende el sesgo particular de quien escribe», afirma, y se muestra partidaria de los periódicos alternativos -que no lo son-.
Dice lo que quiere sin ambages, con la misma precisión con la que un cirujano usa el bisturí
Después se deja caer por una reunión de Jugadores Anónimos en Gardena (California) y consigue que nos pongamos en el lugar de los otros, que aquí son las cuarenta personas que asisten al encuentro ansiosas de acción, desesperadas y, sin embargo, supervivientes. «Salí a toda prisa, antes de que nadie pudiera volver a decir ‘serenidad’, que es una palabra que asocio con la muerte, y después de la fiesta me pasé varios días en los que sólo quise estar en sitios con luces potentes y donde nadie contara los días», termina confesando. En las páginas siguientes se fija en una de las vacas sagradas de la cultura estadounidense, William Randolph Hearst . Lo hace en una visita a San Simeón con una sobrina tan poco inocente como su escritura. «Pon un lugar al alcance de las miradas, y en ciertos sentidos ya no estará al alcance de la imaginación». En otro ensayo narra un episodio tan aparentemente banal como el rechazo de la universidad a la que aspiraba a ir y saca una dolorosa conclusión, tan actual que parece escrita ayer: «A los diecisiete años, ya es bastante difícil averiguar cuál es tu papel en la vida para que encima te den un guión ajeno».
Objetividad
Esboza un certero retrato de Nancy Reagan , que entonces todavía no era primera dama, en su casa de Sacramento. Viaja hasta Las Vegas para reflejar los futuros perdidos de tantas generaciones por la guerra de Vietnam, en unos días «cargados de preguntas sin formular y de ambigüedades percibidas sólo a medias». Se detiene en los sujetos que Mapplethorpe elige fotografiar. Describe, desde la difícil objetividad que siempre plantea el cariño, la personalidad de su amigo Tony Richardson. Ironiza sobre la ausencia de normalidad en Martha Stewart, la mujer normal por excelencia. Y confiesa su admiración por Ernest Hemingway , cuestionando la pertinencia de la publicación póstuma de su correspondencia y de la obra que dejó inacabada. «Era tal la fuerza didáctica de su biografía que a veces nos olvidamos de que hablamos de un escritor que en su momento renovó el idioma inglés, cambió la forma en que tanto su generación como las siguientes hablarían, escribirían y pensarían», asegura del autor de ‘Adiós a las armas’.
Aunque los mejores textos de la colección, en el fondo y en la forma, tienen que ver con la propia escritura de Didion: ‘Por qué escribo’ (1976) y ‘Contar historias’ (1978). Los dos son una lección de humildad, sin rastro de condescendencia hacia el lector ni hacia el autor que busca emularla sabiendo que nunca lo conseguirá. «Lo único que sabía por entonces era lo que no podía hacer. Lo único que sabía por entonces era lo que yo no era, y tardaría años en descubrir lo que sí era. Era una escritora Y con esto no quiero decir una ‘buena’ escritora ni una ‘mala’ escritora, sino simplemente una escritora, una persona que pasaba sus horas de mayor pasión y concentración disponiendo palabras sobre pedazos de papel». Eso es Didion, y por eso la leemos.
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