libros

Félix J. Palma, «Alien» tuvo la culpa

Aventuras espaciales, invasiones alienígenas. Félix J. Palma nos adentra en el universo de la ciencia ficción. Esa «otra dimensión» en la que él triunfa fuera y dentro de España

Félix J. Palma, «Alien» tuvo la culpa

félix j. palma

El primer cuento que escribí en mi vida fue un cuento fantástico, al menos según la primera acepción del diccionario, que define lo fantástico como un producto de la fantasía o la imaginación. Aunque afinando un poco más, podríamos etiquetarlo como relato de ciencia ficción. ... Se llamaba «Escapar de la realidad» –un título que terminaría convirtiéndose en una especie de eslogan de toda mi obra posterior–, y si la memoria no me falla, contaba un día corriente en la vida del protagonista, que, debido a la sociedad en la que vivía, consistía en dirigirse a una máquina expendedora de superpoderes y comprar alguno que estuviera a su alcance para llevar a cabo el rescate de su exmujer, a la que su vecino era aficionado a secuestrar. Dicho así, puede parecer un cuento paródico sobre el mundo de los superhéroes, pero me temo que en aquel momento me lo tomé demasiado en serio. Aunque no podía ser de otro modo. ¿Qué iba a escribir un muchacho de veinte años que había pasado casi toda su adolescencia leyendo cómics Marvel?

Mis primeros cuentos exigían gran presupuesto para efectos especiales

Porque en el principio, fueron los cómics. Mientras mis amigos marcaban goles o rapiñaban sus primeros besos a las chicas, yo salvaba al mundo una y otra vez, acompañando a Spiderman, Los cuatro fantásticos, Daredevil o La Patrulla-X, que era como en los ochenta conocíamos a los X-Men. Unos años más tarde, quizás buscando argumentos más adultos, pero sobre todo intrigado por el juego que podía ofrecer el lenguaje, di el salto a los libros, y mis estanterías se llenaron con las novelas de Ray Bradbury, H. G. Wells, Robert Silverbeg, Tim Powers o Philip K. Dick.

Simples humanos que van en coche

No es de extrañar que las páginas de mis primeros relatos rebosaran naves espaciales y alienígenas. Siempre he pensado que los escritores somos seres miméticos y tendemos a reproducir lo que leemos, así que, rodeado de aventuras espaciales, batallas entre las estrellas, viajes en el tiempo e invasiones marcianas, yo era incapaz de escribir un cuento a lo Carver, por ejemplo, protagonizado por simples humanos que iban en coche de una ciudad a otra hablando de banalidades hasta que se quedaban sin gasolina. Mis cuentos rezumaban una fantasía estridente, delataban una imaginación que exigía un gran presupuesto para efectos especiales.

Mientras mis amigos marcaban goles, yo salvaba al mundo

Algo más tarde, tras foguearme en docenas de fanzines de ciencia ficción, di otro salto evolutivo: por esos senderos y vasos comunicantes que afortunadamente conectan todas las obras literarias, desemboqué en los cuentos de Julio Cortázar. Su obra produjo un cataclismo en mi visión del género fantástico e incluso de la escritura. En sus relatos me aguardaba un fantástico más discreto, lírico y simbólico del que yo conocía hasta entonces. De modo que fue allí donde hallé la fórmula que me permitió domar mi salvaje imaginación hasta convertirla en una suerte de gotera en el techo de la cotidianidad, y comencé a imitar aquel fantástico delicado, sugerente, que calaba lento en la rutina deliberadamente trivial de mis personajes, cercados por la más absoluta realidad.

Mi primer libro, «El vigilante de la salamandra», y gran parte de los que vinieron después, reunían cuentos protagonizados por individuos que se veían arrastrados por las circunstancias, víctimas de una conspiración de casualidades que les permitía vislumbrar fugazmente un orden diferente, un universo inquietante larvado en nuestra cotidianidad. Pero esa es otra historia, que puede leerse en las solapas de mis libros.

La ballena blanca de la originalidad

Dejemos de caminar hacia delante y volvamos sobre nuestros pasos en busca de la chispa, del detonante que hizo que, desde mi más tierna infancia, prefiriese el género fantástico por encima de cualquier otro. Durante un tiempo, llegué a pensar que no existía tal chispa, que mi desaforado amor por la fantasía no tenía explicación racional, que, como quien dice, venía en mis genes. Solo sabía que cada vez que me enfrentaba a una historia que albergaba entre sus pliegues algún elemento fantástico, mi cerebro se iluminaba de repente, producía un fogonazo de placer que no lograba provocar ningún otro género.

Una vez, mi padre trajo algo que no se podía tocar: una historia de ciencia ficción

Ahora sé que dicho fogonazo no es más que una metáfora burda de esa inquietud intelectual, especulativa, que, según Todorov, desencadena el género en el receptor. A eso se debía aquella sensación que para mí era más orgásmica que la impresión de angustia que me asaltaba, por ejemplo, con el género del terror, o la pobre huella que dejaban en mí las historias de género negro. Aunque con el correr de los años a aquella temprana fascinación por el fantástico se le sumó otro valor más práctico: la oportunidad que el género ofrece para abordar los manoseados temas de siempre desde otro ángulo, desde una perspectiva nueva que quizás hoy sea uno de los pocos modos en los que podemos atrapar a la ballena blanca de la originalidad.

Pero la chispa existía, y tras ahondar todo lo posible en mi memoria, en algún brumoso lugar entre la infancia y la pubertad, logré encontrarla. Yo tendría once o doce años. Por aquel entonces, mi padre realizaba un viaje anual a la capital por cuestiones de trabajo, y allí pasaba tres o cuatro días, tras los que volvía cargado de regalos. Siempre eran juguetes, pero una vez trajo algo que no se podía tocar: una historia, y era de ciencia ficción. Había entrado en un cine y había visto una de esas película de estreno que por aquellos años no llegaban a los cines de provincia, invadidos por los mamporros de Bruce Lee y las correrías libidinosas de Jaimito, hasta mucho tiempo después. Y le había entusiasmado tanto que no pudo resistirse a contárnosla con minuciosidad y emoción, como un trovador de los de antes.

Sangre y tripas

Era la historia de una nave de carga que, siguiendo una señal de auxilio, aterrizaba en un planeta donde descubría unos misteriosos huevos. Mientras la tripulación los estudiaba, uno de ellos liberaba una extraña criatura que se adhería como una macabra ventosa al casco de uno de los oficiales, para algunas escenas después provocarle la muerte surgiendo de su estómago en una estremecedora erupción de sangre y tripas. Y mientras mi padre contaba la cacería que tenía lugar a continuación por las tenebrosas entrañas del carguero, mi imaginación iba traduciéndolo todo en imágenes, incluido aquel bicho cuya sangre era ácido.

En los relatos de Cortázar me aguardaba un fantástico más discreto, lírico

Unos años después, gracias a la irrupción del vídeo doméstico, pude ver al fin aquella película , pero pese a las fascinantes imágenes de Ridley Scott y los desasosegantes diseños de H. R. Giger, siempre preferiré las escenas que transcurrieron en mi mente, exceptuando, claro, aquella en la que la suboficial Ripley se quedaba en ropa interior para ponerse el traje espacial, convirtiéndose de paso en uno de los mitos eróticos de los ochenta.

Ahora creo que, si hubo un momento en el que me convertí en escritor, no fue cuando publiqué mi primer libro, sino aquel día en el que, metido en la cama, me pasé toda la noche tratando de inventar una historia tan emocionante como la que acababa de escuchar de labios de mi padre. No lo conseguí, por supuesto, pero desde entonces sigo intentándolo.

Félix J. Palma, «Alien» tuvo la culpa

Artículo solo para suscriptores

Accede sin límites al mejor periodismo

Tres meses 1 Al mes Sin permanencia Suscribirme ahora
Opción recomendada Un año al 50% Ahorra 60€ Descuento anual Suscribirme ahora

Ver comentarios