Días de vino y rosas
La Bolera
POR MANUEL PALENCIA
Desde que aquel tipo me prestó su chupa de cuero en las gradas del circuito del Jarama y compartí con él mi botella de Martini blanco, iniciamos una amistad que continúa hasta hoy.
Randy Mamola pasaba por la recta a lomos de su endiablado y ... eterno caballito. Sería 1986 y trece más uno corría sus últimos grandes premios mientras las motos de 80cc. decían adiós a las pistas del campeonato del mundo. Recuerdo muy bien el cajón de aquella prueba: 1º Aspar, 2º Champi Herreros y 3º Ángel Nieto. Con las cumbres del Guadarrama a la vista, el viento helado atravesaba nuestros huesos como una cuchilla haciéndolos crujir; y, si no llega a ser por Jose, el Motero, me pasmo del frío aquel sábado en los entrenos. Al día siguiente, en las carreras, un sol de plomo derretido asolaba todo el circuito curtiéndonos sin piedad, de manera que, llegados a Guada, no podíamos creer que ese fuera el color de nuestra piel. Parecíamos dos sioux enfermos.
La Bolera estaba situada en la calle Benito Hernando, más conocida como calle Museo. Se entraba por un portalón grande, y después de bajar unas siniestras escaleras y dejar a un lado un viejo local donde antiguamente se celebraban veladas de boxeo, llegábamos al garito de Javi y Cheli, el de peor fama y mejor música de toda Guadalajara.
Lo recuerdo espacioso, oscuro y caliente, como el hall del infierno, y sobre sus brasas se daba cita lo más granado de Guada, Azuqueca, Junquera, Brihuega y Alcalá de Henares. Diablos y diablesas entrelazaban sus rabos entre sonrisas de complacencia mientras se consumían por doquier pequeñas porciones de eternidad y muerte. En los rincones de mi cerebro duerme acurrucada la memoria de aquel antro. Son imágenes impactantes de una película vista hace muchos años y que ya no sabemos si fue cine, sueño, realidad o limbo. Se mezcla lo vivo con lo muerto, la lucidez con la fiebre, la exaltación con el abatimiento, y queda esto.
Jose y yo en un aparte hablando del misterioso Carlos Castaneda. Él había leído Las enseñanzas de don Juan ; yo, Una realidad aparte . Intercambiamos los libros y, una semana después, transfigurados por el aura de aquel conocimiento, volvíamos a enfrascarnos en una apasionante conversación sobre el chamán nagual tolteca y su particular método de modificación de la conciencia y la percepción. De aquellos bucles de ritualismo y hechicería solo nos sacaba la música con su fuego místico.
Vinieron a tocar los Ñu dos días seguidos. Fue grandioso. Durante cuarenta y ocho horas no salimos del bar, y nuestro avituallamiento consistió únicamente en pollo frío y champán francés. Jose Carlos Molina tocaba el melotrón con una mano mientras se ayudaba de la otra para dar buena cuenta de una pechuga de ave. El aceite se le escurría por el bigote hasta la barbilla, pero a él no parecía importarle, y concentrado y muy serio, seguía aporreando sobre las teclas los acordes de La Galería . El heredero de Ian Anderson de los Jethro Tull nos hizo vivir dos noches inolvidables a golpe de látigo , flauta y burbujas.
Recuerdo otra gloriosa tarde en que Jose llegó a la Bolera con dos entradas y me dijo agitándolas en el aire: nos vamos a Madrid. Era junio de 1989, The Cure acababa de sacar al mercado Disintegration , y su gira The Prayer Tour aterrizaba en las Ventas. Creo que fue el concierto más memorable de cuantos haya presenciado. Su duración, de casi cuatro horas, hizo que nuestros cuerpos y nuestras mentes entraran en una especie de atmósfera letárgica, oscura y deprimente; la atmósfera Cure. De vuelta a la Bolera, éramos dos seres torpes y transparentes pero con la verdad pegada a la piel, como los que regresan del dolor o de la guerra. Obligamos a Pablito, el pincha del pub , a que nos pusiera los nueve discos -la discografía completa del grupo- hasta el amanecer. La conversación fue de esas que jamás se olvidan, en las que se aprende tanto o más de lo que dices que de lo que escuchas. Con lágrimas en los ojos nos despedimos en la mañana de aquel domingo extraño. Los dos sabíamos que la experiencia había tenido tanto de mística y de iniciación que ya no volveríamos a ser los mismos. Desde ese día, ambos encontramos luz en las tinieblas, deliberadamente enteros, definitivamente hermanos. Este es un poema de aquella noche:
Aquel beso fue
como regalar un libro.
Esperas que ella sienta
y aprenda todo lo que eres
solo con pasar
las primeras páginas de tus labios.
Que busque en el índice de tu lengua
sus amados indicios.
Que la apresurada lectura
de algunos fragmentos
conmueva la dulce médula de su ser.
Pero entonces, como siempre,
la miraste a los ojos
y le contaste el final.
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