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José García Domínguez - Punto de fuga

Un cadáver ridículo

Artur Mas fue un personaje plano, un anodino traje vacío en su prosaica vulgaridad.

Escribo esta columna el sábado, dos de enero, cuando, decidan lo que decidan los ya algo talluditos y talluditas adolescentes perpetuos de la CUP, a Artur Mas i Gavarró apenas le resta jugar los minutos de la basura en la Presidencia de la Generalitat antes de pasar a ocupar una breve, lacónica, telegráfica nota a pie de página en la Historia de Cataluña. “Sic transit”. Macià y Companys, dos espíritus románticos gobernados por pasiones irracionales, poseían el atractivo, siquiera estético, de los extraviados que se juegan todas sus cartas a una causa que saben perdida de antemano. Incluso ese más que presunto delincuente común, Pujol i Soley, arrostra la complejidad atormentada del viejo creyente que cedió a la tentación de vender su fe por treinta monedas (en su caso, algunas más). Artur Mas, en cambio, fue un personaje plano, un anodino traje vacío en su prosaica vulgaridad.

Porque no encarnó ni a un loco, ni a un traidor, ni a un iluminado, ni a un héroe. Mas únicamente fue un político conservador del montón que fantaseó con huir del destino fatal que esperaba a todos los gobernantes del montón obligados a capear con los efectos de la Gran Recesión, esto es, perder las elecciones. Un obsesivo, empecinado afán personal por mantenerse en el poder a cualquier precio. En el fondo, tras el cansino festival de ruido y furia que han dado en llamar “el proceso”, lo que había era eso: la voluntad pétrea de un hombre por aferrarse a una silla. Por esa silla rompió CiU. Por esa silla plantó fuego a la casa del padre, llamando después Democràcia i Llibertat al triste erial donde un día otros plantaran sus cimientos demolidos. Por esa silla rompería en mil pedazos el sistema todo de partidos en Cataluña, desde Unió y el PSC hasta las CUP, última víctima de su afán polpotiano. Y por esa silla ha acabado haciendo hoy aquello que Tarradellas tanto y tanto temiera: el ridículo.

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