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Manuel Marín

Destrucción moral de los símbolos

Manuel Marín

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Los símbolos son la ranura por la que una nación se observa a sí misma y es capaz de diagnosticar sus males. La «nueva política» basa parte de su éxito en identificar los símbolos con la expresión de una ideología a la que estigmatizar. Los vinculan a un revisionismo excluyente y a la ranciedumbre sentimental más insoportable. Los símbolos son caspa y punto. No aprendemos que las naciones más avanzadas del planeta lo son, sobre todo, porque veneran su simbología como portadora de principios y valores que aquí sale gratis maltratar. España sobrevive a duras penas a la metástasis destructiva de esa emoción que amplifica el sentimiento de pertenencia -por ejemplo a una patria-, sencillamente porque los poderes públicos, unos por inacción en la defensa de los símbolos, otros por un empeño en su erradicación, han hallado en España el terreno neutro idóneo para la convivencia pacífica de la provocación y la corrección política más inocua. Sigue vigente esa extraña aprensión a considerar políticamente incorrecto defender una bandera, un escudo o la historia.

La corrupción es un mal endémico causado por miserables. Pero no debe nublar la vista e impedir distinguir lo importante de lo esencial. La corrupción no fractura el esqueleto de una nación. Es el argumento ideal que la inmoralidad de una élite brinda a quienes conciben nuestra democracia como un sistema que solo merece ser demolido desde una falsa pureza ideológica. El andamiaje de un país libre se construye sobre la pervivencia y el arraigo de sus símbolos. No hacen falta sobreactuaciones en su defensa ni exaltaciones teatrales que sobrecojan. Ni que los niños canten el himno nacional, mano en pecho, ante la bandera que se iza en el patio del colegio. No es adoctrinamiento, sino la causa de la libertad, enseñar que si un país no respeta sus símbolos no se respeta a sí mismo.

Quemar un ejemplar de la Constitución en una televisión pública es una provocación ideada para que muchos se rasguen las vestiduras entre sarpullidos de indignación. En verdad, solo ofende quien puede, y eso tranquiliza. Pero entretanto se manipula a la ciudadanía desde la idea de que la destrucción de símbolos es un mero ejercicio de libertad de expresión digno de respeto. Será o no delito…, pero representa la quema de más de 300 escaños del Congreso.

Todo confluye en el mismo fondo de saco: la libertad de expresión como factor generador de odio financiado con dinero público. Banderas republicanas en balcones oficiales, ataques a la Corona, silbidos al himno, fuego a la Constitución… Y quien no respete las muestras de fanatismo identitario no es un demócrata, sino un neofascista. Es la perversión intelectual de la legalidad lo que permite edificar una falsa superioridad moral de los destructores del sistema frente a sus defensores. Es más, sus defensores se autoreprimen por un erróneo concepto de la valentía democrática y del valor real de la mayoría silenciosa. Son complejos que conviene revisar.

El Gobierno de Francia ha impedido a Benzema jugar la Eurocopa. Aún no se sabe si delinquió al chantajear a un compañero de selección. No hay sentencia, pero no es ejemplar que porte el escudo nacional. No es digno porque priman otros valores superiores a sus condiciones de excelente delantero. ¿Un exceso preventivo? Aquí, a los patriotas a tiempo parcial les reímos las gracias en Periscope.

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